Miguel Poveda sigue con paso firme su caminito de perfección mientras encandila con su voz y arte al público madrileño, en un concierto lleno de entrega
Viernes 2 de julio de 2010. Escenario Puerta del Ángel. Madrid
Un instante del concierto (Foto: Toni Gutiérrez)
No empezó muy contento Poveda, percibía unos problemas de sonido, unos acoples que le enrabietaban. Su disgusto crecía y su carácter no le permitía estar callado, su gestos, su rostro enfadado le delataban. Sin duda Poveda es meticuloso, trabajador constante en una búsqueda de la perfección, así que cuando algo no sale a su gusto... No quiere que nada desluzca el espectáculo, así que mira al frente, a los pinares de la Casa de Campo, al polvo y al aire, y dice «Bonita noche». Respira hondo y poco a poco vuelve a encauzarse el duende. A sonar impecable.
Han pasado martinete y pregón, malagueña y abandolaos, cantiñas, cuando se arranca con la soleá, mezcla en ella a Mairena y Marchena porque ya no es el tiempo de disputas, ni de conceptos y teorías. Se acuerda de Juanito Valderrama y canta La rosa cautiva. El percusionista va variando de instrumentos, tiene un cántaro, una botella gigante, con la que produces sonidos árabes, sutiles arabescos de un flamenco enraizado con la tierra. Las palmas se doblan y repiquetean. Comienza un viaje por Triana. Tarantos. Tangos. Y el público en un silencio cómplice, cargado de respeto, recogido.
Cartel de Los veranos de la villa
El público le pide un fandango y Poveda, complaciente, hace un fragmento de uno de Huelva. No le importa salirse del programa, se siente a gusto entre su público y bromea con bajar a cantar entre ellos. El suyo es un flamenco en el que se entienden las letras, vocalizado y que no por ello pierde el auge del sentimiento, fuerte y timbrado. Es el suyo un arte poderoso, una medida de la sensibilidad y del dominio vocal de los registros, los cantes...
Llega el momento de A ciegas que interpreta con magia, la que surge del corazón. Y sus manos van de un lado a otro, y la cara se le contrae con los gestos de su expresión. Cuerpo y voz convertidos en dos instrumentos. Agradece a su amiga Elvira Lindo su presencia en el concierto y se arranca por bulerías. No olvida entre las letras cantar «¡Qué bonita está Triana cuando al puente le ponen banderas republicanas!». Siempre hay tiempo para el compromiso.
Se quita la chaqueta ahora que parece acercarse el final. Alfileres de colores es el fin de fiesta que le viene sirviendo para terminar. Baila con todos sus músicos en pie jaleándole y tras él van en fila para desparecer del escenario.
Vuelve para los bises y quiere dar las gracias a los que lucharon... y aquí se interrumpe, otras cosas le llenan la cabeza, como el público que lanza a gritos sus peticiones de todo aquello que aún le queda por cantar. Les escucha y obedece, dice que quiere desquitarse con diez minutos de la angustia que sintió al principio. Fragmentos de Malvaloca, Vino amargo y Dime que me quieres los deseos que cumple.
Se despida, ahora sí, con un homenaje a su amigo Fernando Terremoto, con una bulería que lleva la letra de Fernando. Es sin duda un momento especial, entrañable, donde el sentimiento se le desborda. Un momento que se amplifica con los aplausos y la sonrisa de triunfo y satisfacción que dibuja Poveda.
A modo de pequeño anecdotario: Muy emotivo fue el cierre del concierto. Poveda tocó los gemelos que lucía y contó la anécdota que tienen. Esos gemelos fueron lo último que se compró el cantaor Fernando Terremoto antes de fallecer en el mes de febrero de este 2010 por causa de un glioma cerebral a los 40 años. Cuenta que se los regalaron sus hermanas en el concierto de homenaje que se le realizó para que de esta forma, los gemelos, siguieran recibiendo los aplausos del público.
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