Hágase la revolución. Y la revolución se hizo con la sangre de unos pocos de nosotros y con el arrojo de casi todos. Lo cierto es que mi muerte llegó en el primer lance de la primera batalla. No hay mal que por bien no venga, pues me convertí en mártir antes de que lo humano empequeñeciera lo divino. Me señalaban como uno de aquellos que había vencido a la utopía convirtiendo en real todo lo que, hasta entonces, no era alcanzable. «La Historia hablará de él» decían los que utilizaban mi nombre como avanzadilla del coraje deseado en el combate. «Bayoneta en ristre, el primero de todos en enfrentarse al enemigo» continuaban para luego rematar un discurso apasionado sobre lo que nos espera con el triunfo de la revolución. Nuestra rebelión estaba abocada a la derrota desde antes de empezar, pero los principios no nos permitían otra forma de lucha. Derramar nuestra sangre lo considerábamos un precio justo para que nuestros hijos tuviesen una oportunidad futura de alcanzar la victoria, de mirar con la altivez necesaria a nuestros patrones, de conseguir ser lo que no fuimos nosotros. La Historia es un tiempo por llegar bosquejado en otro anterior. Las revoluciones fraguan un poso en nuestras almas que se transmite, al menos, a las dos siguientes generaciones, entregándo ardientes motivos que permitirán avanzar a los que, como yo, nada tienen para conservar.
La mina, en los siete años anteriores, me había llenado de tierra las manos y los ojos, me cegó de ausencias que no puedo compartir, de tiempo imposible de doblegar, de cansancio, de lecturas sin empezar, de justicia huida, de sangre obtenida a golpes, de muertes, desesperanzas... «Así se forja un luchador», me decían en el café del sindicato. Enrabietado constantemente por todo lo pendiente, por los deseos que me llenaban la boca cada vez que hablaba, no les contestaba. Soportaba sus bromas sin la menor seña de contrariedad en mi cara, como un peón comprensivo que admite que su único movimiento es un paso al frente. Me insultaron mil veces mis propios compañeros, me fotografiaron desnudo mientras me duchaba y colgaron la foto en el tablón de la taberna de Galio, la más bulliciosa del pueblo. Las mujeres se reían pícaramente al cruzárseme por la calle. Todo ello por si no fuera suficiente la dureza del trabajo en la profundidad de la montaña. Extraíamos carbón casi sin la ayuda de las máquinas, como si de una cuestión personal entre dios y cada uno de nosotros se tratase. Cada pedazo que arrancábamos era una victoria incontestable. Luego estaban los capataces, los ingenieros y el resto de ralea que nunca veíamos pero que daban las órdenes desde unos despachos lejanos. Un día tras otro nos dejábamos la piel para engrosar unas estadísticas frías que nada tenían que ver con nosotros.
Aquella noche, durante el saneamiento de galerías, se produjo el derrumbe. Las operaciones de rescate comenzaron instantáneamente. A mí me sacaron a las dos horas. A Tomás, mi único amigo dentro de aquel mundo subterráneo, a los tres días; afortunadamente la ventilación resultó suficiente. Cuando encontraron a mi padre ya era tarde. Recuerdo la boca de la mina, al patrón y a la Guardia civil rodeándole para protegerle de los mineros. Recuerdo el chirrido de la jaula al llegar a la superficie. Recuerdo a Manuel y Dimas sujetando el cuerpo muerto de mi padre. Recuerdo a Toño tocándome el hombro para darme su pésame. Recuerdo la huelga y el encierro que vinieron después. El hambre nos mordía el estómago mientras el patrón hacía números para ver cuánto podría aguantar y hasta dónde estaba dispuesto a hacernos pagar el atrevimiento una vez que todo esto se terminase. El comercio, solidario con la economía que les permite subsistir, cerró sus puertas y una especie de silencio, como de luto, se fue impregnando en todo el pueblo. Hollín que cubrió las calles y las plazas, sobre los tejados, en las hojas de los árboles… Tras el primer mes las fuerzas empezaron a flaquear y las consignas se nos cayeron de los labios para descansar con nuestra fatiga. No hubo cambios y comenzaron las primeras voces que cuestionaban el futuro de la decisión. Toño los calmó a todos, con la tranquilidad que trasmitía el líder sobrio que era. Cada uno de nosotros pensó que se guardaba un as bajo la manga del oscuro tabardo con el que se protegía del frío. No fue así, él sabía que la única vía era seguir resistiendo, sin ceder un centímetro, con el orgullo intacto, heridos por la cólera de lo razón negada. Aguantamos otro mes hasta que un día, de la noche a la mañana, nuestros representantes sindicales nos anunciaron que se había acabado la huelga, que habíamos ganado. La victoria consistió en unas pocas pesetas más en el sobre de cada mes e idénticas condiciones laborales sin una mínima mejora relacionada con la seguridad. Tan desprotegidos como siempre volvimos a bajar al infierno para seguir enriqueciendo a los dueños de los sistemas de producción por un mísero jornal, para continuar nuestra cansina senda llena de funerales que periódicamente seguirán ocurriendo, unas veces por accidentes, otras por enfermedades.
Han pasado los años sin que se haya sentido el menor avance. Las casas se han ido quedando vacías mientras el aliento de la vida huye por la carretera principal hacia la capital. La taberna de Galio permanece abierta como una fotografía anclada en el tiempo que se niega a evolucionar, pero las sillas y mesas se encuentran tan desvencijadas que para tomarnos la cerveza lo hacemos acodados en la barra. No discutimos pues el conformismo, o al menos la idea de que la utopía no es posible en esta tierra, se ha apoderado de cada uno. En la pared un cartel de otros tiempos se va despegando día a día, dejando a la vista una marca de humedad en la pared. A nadie importa. El resto del pueblo ha seguido el mismo ritmo cansino del tiempo, envejeciendo al unísono. No se escuchan niños jugando en las calles. Las únicas novedades que se pregonan son los entierros de los que nos van dejando. En otoño, el viento que tira las hojas cruza el pueblo arremolinando toda la suciedad que va encontrando a su paso. En su bufido se escucha lo que las bocas no dicen. El tiempo que pasa nos hunde al acentuar la miseria de un año para otro.
Al final de una cerveza de tantas, Toño me pasa su brazo sobre mi hombro –como aquella otra vez- para decirme: «Tú eres joven todavía. Si quieres un futuro mejor debes luchar por él». Después me habla de otros compañeros del sindicato y de unos políticos que pronto se levantarán en armas contra la derecha que nos oprime y ahoga. Me dice que la revolución del proletariado está en marcha. Me señala dónde apuntarme y me desea toda la suerte del mundo. Me quedo rumiando la idea mientras pido una nueva cerveza en la que mojar mi angustia. Nada tengo que perder que no sea mi vida, y la verdad es que apenas tiene ya valor si esto no mejora. Apuntarme y esperar, mi siguiente acción. Esperar a que me avisen.
Sonó mi puerta aquella mañana para albergar en mi casa una reunión clandestina. Todo se aceleró de golpe. Un fusil cayó en mis manos y la instrucción precisa de unirme a otros compañeros bajo los robles de la entrada al pueblo. No hubo muchas órdenes: tomar el ayuntamiento y leer nuestro manifiesto. Hacer algo más de ruido y confiar en que otros lugares, otras minas, otras fábricas, siguieran nuestro ejemplo empujados por sus dirigentes obreros. No esperábamos que la Guardia civil estuviera sobre aviso y nos saliera al encuentro en la orilla del río. Cruzamos andanadas de disparos de un lado a otro. Calé mi bayoneta y en un impulso me levante arremetiendo contra ellos. No llegué a sentir el impacto que acabó con mi vida. Un instante que me privó del futuro de mi esperanza.
Desde mi tumba veo que la alegría ha vuelto al pueblo, que luce el sol, que suena el río bajando limpio, que los niños no van descalzos a la escuela, que Tomás fuma en el porche de su casa mientras juega con sus nietos, que Dimas ha cambiado el tejado de su casa para que no se le encharque el piso. Miro y sonrío, pues en todo lo que vendrá después está aquello que me hubiera gustado vivir.
Nota: Los cuadros (Litografía, Mancha, Sucesión de indicios y El abrazo) que decoran este relato son obras de Juan Genovés.