Mentir es una táctica a corto plazo. Pocas historias se pueden sustentar sobre ellas, ya que el tiempo juega siempre en contra. Las casualidades nos tiran perfectos castillos de naipes que construimos en el aire sin apoyar sobre algo tangible. Mi historia tiene que ver con todo esto. Después de dos años con Luis en los que todo estaba bien atado me dio por revisar su pasado. Sin escarbar apenas surgió el nombre de Laura. No es que me comieran los celos, me ocurrió que pensaba que los hombres prefieren lo que no tienen y para que no se escapen hay que domesticarlos. Creí que Luis había llegado a ese punto perfecto de asimilación de todas mis enseñanzas y quería asegurarme. Me resultó costoso saber algo de ella, pues Luis no quería hablar ni aunque le preguntase directamente. De sus concisas palabras deduje el color de su pelo, una mirada inquieta y unos pocos lugares comunes. Un día, en el que seguramente tenía sus defensas más bajas, me describió un lunar que tenía bajo el pecho izquierdo. Me confesó que le resultaba tan erótico que a veces seguía soñando con él y resultó como si me clavase un puñal. Aquella herida no pudo ya cerrarse.
En los tiempos muertos de mi trabajo decidí la estrategia. Daría de alta una cuenta de correo electrónico que pudiese identificar con Laura y empezaría a enviarle correos a Luis como si fuese ella. Aunque diez minutos después ya había creado toda la infraestructura, necesité un par de días para redactar el primer mensaje. Aprovechando la casualidad -se había publicado recientemente en «El país» un artículo sobre el último edificio que había proyectado Luis -, me escudé en que Laura había visto en prensa una foto suya y que le había vuelto a la cabeza el pasado común. Escribí también, para evitar las dudas que le desviasen de la hipótesis del azar, que no le había resultado nada complicado dar con él, pues en la entrevista que acompañaba la foto indicaba para qué empresa trabajaba y en sus páginas corporativas de internet venía, dentro de un amplio curriculum, esta dirección. Presenté una Laura un tanto cautelosa, pero que lanzaba la caña y, apoyada en los lugares que compartieron y de los que Luis me había hablado, entreabría ciertas puertas por las que él, si usaba la nostalgia, podría colarse con facilidad. Su repuesta no se demoró más de una hora. Aunque comenzaba indicando lo mucho que se alegraba, mantenía las distancias en todo momento. Pedía que le contara de mí. Se despidió con un frío «saludos» que consiguió defraudarme. No me rendí. Le conté que recientemente Laura había sufrido una enfermedad muy grave y que se encontraba muy sola, con demasiado tiempo para darle vueltas en la cabeza a lo que pudo ser y no fue. Luego le pregunté por si él también estaba solo.
«Al final me casé con Lola, te acuerdas, aquella mujer de la que te hablé cuando nos vimos en Palamós. Nos va bien, aunque a mí me gustaría ser padre pronto y ella siempre me da largas, que si su trabajo, que si ahora tenemos la hipoteca, que a ti te va a dar un ascenso pronto. Empiezo a impacientarme y no sé de qué manera decírselo». Reconozco que a pesar de la indignación al ver como destapaba nuestros secretos más íntimos me tocó el alma hasta hacerme llorar. Las cosas van a cambiar, pensé mientras decidía abordarle esa noche durante la cena para resolver el problema y dejar esta estúpida correspondencia. No fue así, aquella noche Luis se mostró más esquivo que nunca, como si tuviese un secreto que ocultarme y a la mañana siguiente en el correo de Laura encontré un nuevo mensaje más íntimo aún. Me decía que desde el primer correo algo que no sabía que era se le había roto dentro y que empezaba a pensar en la ternura de Laura como el único pegamento posible. Le rogaba una cita, pues necesitaba verla. Respondí que imposible ya que, envuelta en la preparación de un viaje pendiente que la llevaría a Italia durante los próximos cuatro meses, no le quedaba un minuto libre. Sin embargo le prometí que a la vuelta hablarían con calma.
Aquella noche Luis no regresó. Me telefoneó a los dos días para explicarme que se encontraba envuelto en un «mar de dudas», replanteándose la vida y que le parecía estúpido que continuásemos juntos. Me dijo que como abogada que era preparase todos los documentos y que cuando estuviesen listos que él los firmaría con los ojos cerrados. Al mes, con todo dispuesto, nos vimos en café del centro. Garabateó su nombre en todas las hojas sin leerlas. Le habían nacido las primeras canas en el pelo y la mirada y aspecto mostraban a un hombre atormentado, pendiente de tomar una decisión sin vuelta atrás. Intenté cogerle de la mano para dar algo de calidez a la despedida, pero me rehuyó y se fue. No volví a verle hasta esta misma tarde en el aeropuerto. Le encontré más risueño, sobre todo cuando con una gran sonrisa dijo: «Mira Laura, esta es Lola, mi anterior mujer». Ella, sobre su regazo balanceaba un niño de meses.
Nota: Los cuadros (Retrato de Marinetti, El manifiesto intervencionista y Funeral del anarquista Galli) que decoran este relato son obras de Carlo Carrá.
sábado, 17 de febrero de 2007
Jugando
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1 comentario:
Menos mal que no es cerdad esta historia, porque me ha dejado super dolida. MD
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