Ayer estuve en el teatro Fígaro viendo la obra «Ay Carmela». Reconozco que se me mezclaron muchas sensaciones a la vez. Por un lado el gusto de ver a dos de mis actores favoritos otra vez sobre un escenario. Por otro recuperar lo que había visto hace años en la película (son mundos distintos que se cortan en algún punto y están construidos con el mismo espíritu). Y finalmente sufrir, absorto en el texto y a la vez sintiéndome un espectador de un teatro durante la guerra, pero sabiendo que se iba a hablar de injusticias, de memoria, de lealtades, de fantasmas y de fusilamientos. El hambre de entonces se muestra en el camino de Carmela (Verónica Forqué) y Paulino (Santiago Ramos) subsistiendo con dificultad como lo que son: dos cómicos de variedades que debe hacer reír a los que están luchando en nuestra guerra. La niebla les ha engañado, y sin darse cuenta han cruzado las líneas para encontrarse en un viejo teatro de Belchite cuando este pueblo ha sido tomado por el bando rebelde. Para probar que los cómicos no tienen ideología se ven obligados a representar una función al gusto «nacional», les va la vida en ello. La vida y la muerte están separadas por una delgada línea. Nuestras decisiones nos pueden llevar de un lado al otro, y en tiempo de guerra, la dignidad y los principios tienen un valor más alto aún, tanto que no nos permite vivir sin nuestra ideas, salvo que decidamos seguir arrastrándonos. Paulino se mueve en ese mundo de soportar lo insoportable, de mudar de piel (o de camisa) para sobrevivir. Carmela no es capaz de quedarse callada ante la injusticia cuando pasa a su lado. Aunque no entiende todo lo que está ocurriendo, no tiene nublada su capacidad de tomar decisiones con el corazón. Su acento andaluz suena precioso en todo momento, en las tristezas y en las alegrías, en la vida y en la muerte. Sobre todo destaca el final, en el que mirándonos a los ojos, Carmela nos pide que no olvidemos. Vuelvo a sentir la piel de gallina recordándolo.
lunes, 29 de enero de 2007
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