lunes, 2 de julio de 2012

El trompoetista trama la vida con los versos de Benedetti

El actor Enrique Asenjo ofrece un excelente monólogo lírico


Lunes 2 de julio de 2012. La casa de la portera. Madrid

Cartel de la obra de teatro El trompoetista
Cartel de la obra de teatro El trompoetista
A la puerta del número 24 de la calle Abades, a eso de las nueve de la noche del primer lunes de julio, hay varias personas que esperan. Se dividen en grupos que charlan entre ellos de sus cosas o fuman un último cigarro o miran simplemente la calle, sus edificios y su tránsito. Del bar de al lado, el que se llama Cervecería El Trebol, cada poco, alguien asoma la cabeza a ver si siguen allí los demás en su espera. La puerta de La casa de la portera se abre al fin y esas personas van entrando despacio, en fila, manteniendo los mismos grupos de fuera. Les recibe Alberto Puraenvidia diciéndoles que el espectáculo es en la sala roja. Los que estaban afuera, incluidos los de dentro del bar, ahora esperan sentados sobre distintas sillas tapizadas de diferentes maneras y en varias telas. Las sillas están colocadas de forma que rodean todo el perímetro de la sala, dejando libre una amplia puerta de dos batientes que permanece abierta. Por ella se cuela un hombre que toca una trompetilla de plástico. Viste un sombrero un tanto chafado, un abrigo largo al que le falta uno de sus dos botones dorados de la parte trasera y una condecoración en la solapa que insinúa un pasado más glorioso que este presente. Debajo del abrigo un chaleco alegre, y bajo éste una camiseta roja con algún lema posiblemente reivindicativo pero que la opacidad del chaleco no permite distinguir. Es un atuendo construido de retazos. El hombre carga con una maleta antigua que ha recorrido todo el mundo de la imaginación. Es el El trompoetista, un personaje que ha hilado su vida con los poemas de Benedetti.

Los versos del maestro se mueven de igual forma entre lo íntimo y lo más universal, como si los dos conceptos fueran parte de lo mismo, como si no hubiera separación entre ellos. En el fondo se trata de entendernos cada uno a nuestra manera, con trampas o sin ellas, y si hay que romper algún que otro mito lo hacemos. Lo importante, como nos enseñó el maestro, es siempre lo sencillo. Deberíamos aprender a mirar la realidad con otra mirada, más tierna, cargada de humanidad con nuestros semejantes. Deberían obligarnos a dedicar el tiempo a querer.

El trompoetista es de esa escuela. Reparte versos para que el espectador tenga algo entre las manos. Después pasa la gorra para enseñarnos que el presente de la poesía vive en la mendicidad más absoluta. El protagonista del monólogo tuvo un pasado más glorioso que ahora conforma lo mejor de este presente inhóspito. Vagabundea y se alimenta con lo poco que encuentra, pero lo que dice y cómo lo dice es comida para los oídos y transmite una especie de sentido común que a menudo se olvida en estos tiempos, más preocupados de comprar la felicidad y de correr. Así, entre vagabundo y clown, Enrique Asenjo, va hilando una historia, o muchas si se prefiere. De su boca no sale otra cosa que los versos que una vez escribió el poeta uruguayo, describiendo con ellos sus estados de ánimos, desnudando sus secretos, dibujando los límites del alma, explicando el amor que siente y que presenta dimensiones infinitas e inhumanas o mostrando, por el contrario, la marca que le dejó su ausencia.

El actor Enrique Asenjo
El actor Enrique Asenjo
Entre la decoración de la sala se aprecian una mesa baja en el centro, un espejo, un par de mesitas, la una vacía y la otra con una lámpara, y también sobre ella una jarra de agua y un vaso. Además hay un busto de una virgen digna de estar en un altar mejicano dedicado a un narco muerto. Todo ello, y los demás objetos que va sacando de la maleta, lo utiliza en la obra Enrique Asenjo para apoyarse en simples cosas a la hora de dramatizar e interpretar lo que dice. Lo hace con una voz suave y como contándotelo cara a cara. Pero lo que de verdad impresiona es su mirada, sus ojos clavados y firmes, entre irónicos y suplicantes, entre enamorados y dolidos. Mira con ternura, o con dureza, unas veces ensoñado y otras taladrado de su realidad. Hay una media sonrisa que a veces se escapa. Hay una mueca otras veces, la de tragarse el orgullo que va raspando con dureza por la nuez, sabiendo que no estaba equivocado. Lo que se siente es que el actor disfruta con lo que hace y contagia esa absurda enfermedad de la palabra hermosa que expresa cómo somos por dentro y qué soñamos.

Algunos de los versos, unos pocos, tienen su banda sonara, canciones que van sonando en un viejo tocadiscos de aguja y vinilo. Sugieren otra mirada hacia atrás, a lo que guardamos cerca del corazón. Es como si de pronto, en escena, el espectador recuperara algo que se interrumpió en su pasado y que le dejó un reguero dulce. Algo que vuelve acunado por una música parecida y que te deja escuchando embelesado hablar a alguien que tiene el don de la palabra, que sabe emocionar.

Quizá la mayor virtud del espectáculo sea la sencillez con la que se trabaja y lo efectivo que esto resulta, esa capacidad de mostrar algo tan cercano que mueve a recordar el sentimiento de lo vivido, que dibuja gestos de sorpresa y agradecimiento en quien observa cobrar vida a los poemas. Lo que surge parece magia, pero es el resultado de un buen trabajo. Algo que siempre hace que merezca la pena ver.

A modo de pequeño anecdotario: Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno Benedetti Farrugia, en realidad eso tan largo es el nombre completo de Mario Benedetti, uno de los escritores uruguayos de la llamada Generación del 45.

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