Sábado 17 de noviembre de 2012. Festival Internacional de Cine de Gijón
Syngué Sabour / The patience stone, Teddy Bear y Después de Lucía son tres películas sobre la introversión
Aprovechando ese afán de buscar diferencias que a uno le sobreviene cada vez que hay un cambio de etapa voy a contar algunas diferencias de la edición 49 y la 50 del FICXixón. Centrándome exclusivamente en las ruedas de prensa señalaré dos. La primera que aprecio es por mi manía de fotografiar nada más entrar las placas con los nombres de las personas que van a intervenir y así tenerlos presentes a la hora de escribir la reseña. Este año no las hay. La segunda es que se ha eliminado la traducción simultánea, ahora en la mesa, al lado del director, se sienta el traductor.
Sección oficial. Syngué Sabour / The patience stone. Una mirada en femenino
Hay en Syngué Sabour / The patience stone algo que me resulta artificial, construido quizá desde una gran literatura acostumbrada a la carga simbólica, donde las palabras se han convertido en el armazón de la historia. Arranca haciendo visibles los desastres de una guerra en la población civil y los desmanes de los soldados que intervienen. Ambos elementos, sin embargo, se van convirtiendo en anecdóticos porque de lo que quiere hablar Atiq Rahimi, director de la película y autor de la novela que la inspira, es de los secretos que guarda una mujer. La guerra pasa a un segundo plano para explorar esas intimidades inconfesables. La película se despliega entonces con una clara mirada desde lo femenino en la que al hombre, al no poder ser compañero, solo le quedan dos roles: todo violencia o un simple vegetal, inexperto y ajeno, una piedra en la que descargar todo lo que nos hace daño, lo que hemos guardado sobre el dolor de nuestro silencio. Ese hombre convertido en piedra de la paciencia es el confesor perfecto al que entregar las confidencias no compartidas de diez años de matrimonio. Sobre esa imagen un tanto metafórica se articula la película que gana en intensidad según avanza, cuando los secretos se van desbocando y percibimos su realidad como necesidad terapéutica.
Hay personajes que me resultan artificiosos y teatrales en demasía, como la tía de la protagonista convertida en una especie de cuna de la sabiduría. Otros están desdibujados para que el autor pueda moverlos a su antojo. Los únicos que me resultan necesarios son sus dos protagonistas: la mujer con una excelente interpretación que sostiene toda la cinta y el marido en estado inconsciente convertido en un cadáver que respira.
En la rueda de prensa posterior a la proyección, Rahimi, con un dulce francés, explica el origen de la novela cuando en 2005 fue invitado para dar una conferencia en Afganistán. No se celebró pues aquel día fue asesinada una poetisa afgana a manos de su marido. El novelista y director se planteó qué es lo que hubiera sentido si él mismo hubiese sido una mujer. De esa cuestión surge la novela. Cuando después se plantea llevarla a la pantalla le surgen los problemas para convertir una situación teatral en cinematográfica. La historia transcurría en una habitación, a puerta cerrada así que debe establecer cómo hacer que la cámara abandonase el dormitorio. La respuesta es que vaya siguiendo a la mujer, lo que le lleva a su vez a plantear la relación adecuada entre la cámara y la actriz. Dice Rahimi que el cine es sobre todo grabar la cara, la voz y leer la ambigüedad que se establece entre las dos. El cine permite analizar muchos actos que se escriben de forma inconsciente y dar respuestas a preguntas oscuras sobre el libro. Cuando hace una película se siente como un niño con todos los juguetes a su disposición. Escribir es un arte en soledad, mientras que el cine es colectivo.
Preguntado por la elección de la película para representar a Afganistán en los Óscars reconoce que fue toda una sorpresa. El autor explica que la novela comienza con la frase «En algún lugar de Afganistán o del mundo». Con eso quiere decir que escribió una historia individual, no de un país, para todas las mujeres que sufren, algo que no deberíamos tolerar. Es afgano y conoce las glorias y las penas de allí. No todos los afganos son talibanes, ni todos los talibanes son afganos, ni todos los hombres atroces. En Afganistán hay cineclubs que proyectan allí las películas como las suyas y que interesan a una juventud con otra mirada, pero siempre habrá cretinos que intenten evitar en los jóvenes esas ilusiones e inquietudes. Conseguir evitar esa intromisión será un trabajo a largo plazo. Añade que no necesitan una revolución política sino cultural. Si no pueden acabar con esos cretinos que alteran la situación del país, por lo menos podrán quitarles el sueño.
Rahimi dice tajante que no es un experto en política y que la suya es una observación personal, una mirada propia. La historia de su país ha tenido momentos buenos y malos, pero al menos no han tenido dos guerras mundiales como Europa. Tras la intervención norteamericana no han podido reconstruir Afganistán. Les impusieron un gobierno corrupto. El origen del problema radica en la situación geopolítica del país, lo que hace que los de fuera se aprovechen. Que el suyo es un país que no quiere la paz es algo que solo se puede decir en un contexto de broma pues no responde a ninguna realidad. Cada vez que le preguntan por su país siempre responde contando la historia de un viajero europeo que atravesando el desierto se encuentra con un afgano mirando por el agujero de una piedra. El viajero se va, sigue su camino, pero vuelve diez años después y allí sigue el afgano mirando por el mismo agujero de la piedra. El europeo le pide que le deje mirar a él y el otro le responde: «llevo diez años mirando y no encuentro nada, ¿de verdad cree usted que con un vistazo de unos pocos segundos puede encontrar algo?».
Sección oficial. Teddy Bear. La mentira tiene las patas cortas
Teddy Bear arranca con una escena ya iniciada, como si fuera cosa de azar. Es una cita a ciegas que no está saliendo bien. El hombre es grande, un culturista de 38 años que parece ser demasiado tímido con las mujeres. En su casa está la respuesta, una madre posesiva, manipuladora y tiránica que le espera despierta a la hora de volver, sea la que sea, y dispuesta a prepararle la cena. Esa escena, en la que aparece la madre por primera vez, marca el tono y su conversación nos da la pauta de la relación. Él miente porque no se atreve a contradecirla, piensa que un engaño pequeño le salva del mal rato de una discusión. Del otro lado, tampoco puede resultar normal la intromisión de la madre que se produce hasta en lo más íntimo del hijo, incluso en el cuarto de baño. La relación entre madre e hijo hace aguas se mire por donde se mire.
El pulso de Mads Matthiesen en este su primer largo consigue mantener el interés de la película, entrando a analizar las razones de lo anodino. De pronto ese grandullón simple e inocente, atrapado en el culto a su propio cuerpo, nos llega a parecer un protagonista de película interesante para observar, eso sí, no por sus dotes de conversación. Le entendemos y esperamos que tenga suerte en la aventura que emprende. En el fondo queremos que se haga maduro y que alcance la independencia que a sus años se debería dar por supuesta. No le resulta fácil, pues hasta cuando decide sincerarse vuelve a salir derrotado ante esa madre castradora que le hace volver a las sendas de la mentira. La solución cobarde y sencilla, pero que no tienen vuelta atrás. Aquello que construimos con engaños no tiene futuro.
A destacar dos momentos, cuando se prueba la chaqueta ridículamente pequeña que le ha hecho a medida un sastre y la escena de celos de la madre con la nuera. El final es clásico, atado y bien atado
Esbilla. Después de Lucía. Un infierno insospechado
Después de Lucía, la película que México envía a los Óscars, es cine directo y de denuncia, del que ata un nudo en la garganta. Algo que uno no se espera, pues está rodada con la técnica de cámara testigo, lo que supone inicialmente un cierto distanciamiento del espectador hacia la historia, como si la estuviese contemplando desde lejos y con cierta desgana. Parte de un enigma: un hombre que recupera arreglado su coche del taller, que circula unos kilómetros y que se baja de él para dejarlo abandonado con las llaves puestas y ocupando un carril del tráfico. Después un cambio de ciudad, un restaurante nuevo para el padre y otro instituto para la hija. Encontrar una pandilla de niños bien como ella y en la que encaje no le va a resultar difícil pues se ve que es una muchacha decidida. Cuando la película entra en esos derroteros uno piensa que ya está toda la carne en el asador. Y sin embargo todo acaba de empezar. Sorprende especialmente cuando pensamos que se va a introducir en un camino trillado y en realidad lo que hace es girar para mostrarnos una cara no sospechada. El ser humano es una fuente inagotable de comportamientos inesperados.
Hay momentos que ponen la piel de gallina como el egoísmo de los más jóvenes y por la crueldad con la que unos adolescentes tratan a otros. Observamos intranquilos lo fácil que resulta hacer daño. Vemos una docilidad de los que se sienten derrotados que nos duele. De pronto nos hacemos frágiles a la misma velocidad que padre e hija y se instaura en nosotros una sensación molesta de que una historia similar a la que estamos viendo nos puede pasar a todos. Ese es el mayor poder de la película de Michel Franco que consigue alterarnos, sacarnos de ese espacio de comodidad en el que nos hemos instalado y hacernos sentir un poco de frío en el corazón.
Después de Lucía es una película tan dura como necesaria.
Atiq Rahimi, director de la película Syngué Sabour / The patience stone durante la rueda de prensa de presentación
Hay en Syngué Sabour / The patience stone algo que me resulta artificial, construido quizá desde una gran literatura acostumbrada a la carga simbólica, donde las palabras se han convertido en el armazón de la historia. Arranca haciendo visibles los desastres de una guerra en la población civil y los desmanes de los soldados que intervienen. Ambos elementos, sin embargo, se van convirtiendo en anecdóticos porque de lo que quiere hablar Atiq Rahimi, director de la película y autor de la novela que la inspira, es de los secretos que guarda una mujer. La guerra pasa a un segundo plano para explorar esas intimidades inconfesables. La película se despliega entonces con una clara mirada desde lo femenino en la que al hombre, al no poder ser compañero, solo le quedan dos roles: todo violencia o un simple vegetal, inexperto y ajeno, una piedra en la que descargar todo lo que nos hace daño, lo que hemos guardado sobre el dolor de nuestro silencio. Ese hombre convertido en piedra de la paciencia es el confesor perfecto al que entregar las confidencias no compartidas de diez años de matrimonio. Sobre esa imagen un tanto metafórica se articula la película que gana en intensidad según avanza, cuando los secretos se van desbocando y percibimos su realidad como necesidad terapéutica.
Hay personajes que me resultan artificiosos y teatrales en demasía, como la tía de la protagonista convertida en una especie de cuna de la sabiduría. Otros están desdibujados para que el autor pueda moverlos a su antojo. Los únicos que me resultan necesarios son sus dos protagonistas: la mujer con una excelente interpretación que sostiene toda la cinta y el marido en estado inconsciente convertido en un cadáver que respira.
En la rueda de prensa posterior a la proyección, Rahimi, con un dulce francés, explica el origen de la novela cuando en 2005 fue invitado para dar una conferencia en Afganistán. No se celebró pues aquel día fue asesinada una poetisa afgana a manos de su marido. El novelista y director se planteó qué es lo que hubiera sentido si él mismo hubiese sido una mujer. De esa cuestión surge la novela. Cuando después se plantea llevarla a la pantalla le surgen los problemas para convertir una situación teatral en cinematográfica. La historia transcurría en una habitación, a puerta cerrada así que debe establecer cómo hacer que la cámara abandonase el dormitorio. La respuesta es que vaya siguiendo a la mujer, lo que le lleva a su vez a plantear la relación adecuada entre la cámara y la actriz. Dice Rahimi que el cine es sobre todo grabar la cara, la voz y leer la ambigüedad que se establece entre las dos. El cine permite analizar muchos actos que se escriben de forma inconsciente y dar respuestas a preguntas oscuras sobre el libro. Cuando hace una película se siente como un niño con todos los juguetes a su disposición. Escribir es un arte en soledad, mientras que el cine es colectivo.
Preguntado por la elección de la película para representar a Afganistán en los Óscars reconoce que fue toda una sorpresa. El autor explica que la novela comienza con la frase «En algún lugar de Afganistán o del mundo». Con eso quiere decir que escribió una historia individual, no de un país, para todas las mujeres que sufren, algo que no deberíamos tolerar. Es afgano y conoce las glorias y las penas de allí. No todos los afganos son talibanes, ni todos los talibanes son afganos, ni todos los hombres atroces. En Afganistán hay cineclubs que proyectan allí las películas como las suyas y que interesan a una juventud con otra mirada, pero siempre habrá cretinos que intenten evitar en los jóvenes esas ilusiones e inquietudes. Conseguir evitar esa intromisión será un trabajo a largo plazo. Añade que no necesitan una revolución política sino cultural. Si no pueden acabar con esos cretinos que alteran la situación del país, por lo menos podrán quitarles el sueño.
Rahimi dice tajante que no es un experto en política y que la suya es una observación personal, una mirada propia. La historia de su país ha tenido momentos buenos y malos, pero al menos no han tenido dos guerras mundiales como Europa. Tras la intervención norteamericana no han podido reconstruir Afganistán. Les impusieron un gobierno corrupto. El origen del problema radica en la situación geopolítica del país, lo que hace que los de fuera se aprovechen. Que el suyo es un país que no quiere la paz es algo que solo se puede decir en un contexto de broma pues no responde a ninguna realidad. Cada vez que le preguntan por su país siempre responde contando la historia de un viajero europeo que atravesando el desierto se encuentra con un afgano mirando por el agujero de una piedra. El viajero se va, sigue su camino, pero vuelve diez años después y allí sigue el afgano mirando por el mismo agujero de la piedra. El europeo le pide que le deje mirar a él y el otro le responde: «llevo diez años mirando y no encuentro nada, ¿de verdad cree usted que con un vistazo de unos pocos segundos puede encontrar algo?».
Cartel de la película Teddy Bear de Mads Matthiesen
Teddy Bear arranca con una escena ya iniciada, como si fuera cosa de azar. Es una cita a ciegas que no está saliendo bien. El hombre es grande, un culturista de 38 años que parece ser demasiado tímido con las mujeres. En su casa está la respuesta, una madre posesiva, manipuladora y tiránica que le espera despierta a la hora de volver, sea la que sea, y dispuesta a prepararle la cena. Esa escena, en la que aparece la madre por primera vez, marca el tono y su conversación nos da la pauta de la relación. Él miente porque no se atreve a contradecirla, piensa que un engaño pequeño le salva del mal rato de una discusión. Del otro lado, tampoco puede resultar normal la intromisión de la madre que se produce hasta en lo más íntimo del hijo, incluso en el cuarto de baño. La relación entre madre e hijo hace aguas se mire por donde se mire.
El pulso de Mads Matthiesen en este su primer largo consigue mantener el interés de la película, entrando a analizar las razones de lo anodino. De pronto ese grandullón simple e inocente, atrapado en el culto a su propio cuerpo, nos llega a parecer un protagonista de película interesante para observar, eso sí, no por sus dotes de conversación. Le entendemos y esperamos que tenga suerte en la aventura que emprende. En el fondo queremos que se haga maduro y que alcance la independencia que a sus años se debería dar por supuesta. No le resulta fácil, pues hasta cuando decide sincerarse vuelve a salir derrotado ante esa madre castradora que le hace volver a las sendas de la mentira. La solución cobarde y sencilla, pero que no tienen vuelta atrás. Aquello que construimos con engaños no tiene futuro.
A destacar dos momentos, cuando se prueba la chaqueta ridículamente pequeña que le ha hecho a medida un sastre y la escena de celos de la madre con la nuera. El final es clásico, atado y bien atado
Cartel de la película Después de Lucía de Michel Franco
Después de Lucía, la película que México envía a los Óscars, es cine directo y de denuncia, del que ata un nudo en la garganta. Algo que uno no se espera, pues está rodada con la técnica de cámara testigo, lo que supone inicialmente un cierto distanciamiento del espectador hacia la historia, como si la estuviese contemplando desde lejos y con cierta desgana. Parte de un enigma: un hombre que recupera arreglado su coche del taller, que circula unos kilómetros y que se baja de él para dejarlo abandonado con las llaves puestas y ocupando un carril del tráfico. Después un cambio de ciudad, un restaurante nuevo para el padre y otro instituto para la hija. Encontrar una pandilla de niños bien como ella y en la que encaje no le va a resultar difícil pues se ve que es una muchacha decidida. Cuando la película entra en esos derroteros uno piensa que ya está toda la carne en el asador. Y sin embargo todo acaba de empezar. Sorprende especialmente cuando pensamos que se va a introducir en un camino trillado y en realidad lo que hace es girar para mostrarnos una cara no sospechada. El ser humano es una fuente inagotable de comportamientos inesperados.
Hay momentos que ponen la piel de gallina como el egoísmo de los más jóvenes y por la crueldad con la que unos adolescentes tratan a otros. Observamos intranquilos lo fácil que resulta hacer daño. Vemos una docilidad de los que se sienten derrotados que nos duele. De pronto nos hacemos frágiles a la misma velocidad que padre e hija y se instaura en nosotros una sensación molesta de que una historia similar a la que estamos viendo nos puede pasar a todos. Ese es el mayor poder de la película de Michel Franco que consigue alterarnos, sacarnos de ese espacio de comodidad en el que nos hemos instalado y hacernos sentir un poco de frío en el corazón.
Después de Lucía es una película tan dura como necesaria.
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