Isabel de Ocampo es la única mujer en la carrera por el Goya a mejor dirección novel
Cartel de la película Evelyn
¿Por qué? Por la sensibilidad con la que se cuenta una historia atroz.
El largometraje cuenta el viaje a España desde un pueblito peruano de Evelyn, una muchacha que piensa que viene a trabajar de camarera al lado de su prima, una joven madre que ya lleva un tiempo aquí ganando dinero. Pero la realidad con la que se encuentra es otra: ha venido engañada y ahora está secuestrada para ejercer la prostitución en un club de carretera. Su voluntad, poco a poco, va siendo vencida en ese proceso concienzudo que ejercen las mafias para convertir a una chica normal en una esclava sexual. Asistimos horrorizados a un juego psicológico y emocional de doma entre el proxeneta y la mujer. Engaños, deudas, chantajes, encierros, desgaste y el ejemplo que dan las otras chicas sumisas forman parte de ese lavado de cerebro que pretende transformar la rebeldía inicial en una aceptación y sometimiento a la voluntad de su nuevo amo. El impacto para el espectador es ir recorriendo ese mismo camino.
Ocampo, que forma parte de CIMA, la asociación de mujeres cineastas y de medios audiovisuales, defiende que las mujeres tienen otra forma de abordar el cine. Su mirada en Evelyn así lo señala. Nada hay de glamuroso en un prostíbulo, recorrer sus pasillos o entrar en las habitaciones resulta desagradable, imposible que se pueda tener la menor sensación de felicidad en su interior. Todo en él es sordidez, música alta, violencia, machismo y dinero sucio. Lo que corresponde a un negocio ilegal que mueve enormes cantidades de dinero, ni más ni menos. Esa mirada diferente está también en la sensibilidad con la que la directora es capaz de contar una historia tan atroz, una forma de poner la cámara que lleva al espectador a sentirse allí dentro, sufriendo con esa mujer indefensa y pudiendo vivir por un rato la misma cárcel que ellas viven todos los días.
Ellas son mujeres explotadas como mercancía. Algunas vienen de países en los que una mujer no tienen ningún valor. Han escapado de aquello para volver a encontrarse sin oportunidades siendo putas en un país rico. Esa puerta trasera, ese estercolero de las sociedades avanzadas, se oculta bajo llave y se le da un giro perverso, las perseguidas, las criminalizadas, son esas mujeres forzadas a ejercer la prostitución. La película indaga sobre quién puede ayudarlas, y la respuesta es que nadie puede hacerlo. Quizá una palabra, un gesto tierno de quien lo ve a diario, o una esperanza que nunca se convierte en realidad porque solo va a traer problemas. Hay un apartar la vista hacia otro lado general, un no querer saber, un desentenderse que Evelyn nos señala.
La culpabilidad está presente en todo la película de una forma dolorosa. En primer lugar porque los responsables de la situación no se sienten así, juegan a que dan oportunidades, a que lo que ofrecen es una vida mejor y el favor de conseguir dinero rápido, a que todo es pasajero y necesario. En segundo lugar porque quien asume esa culpa, quien la siente totalmente suya, es la muchacha. Quizá esa verdad es la que más duela al espectador, la que le produzca una punzada de vergüenza, la que le haga revolverse incómodo en el asiento sin saber donde meterse. La culpabilidad de un inocente siempre es una injusticia que conmueve.
Es de destacar la interpretación de Adolfo Fernández en el papel del proxeneta, un tipo repelente que el actor sabe bordar. Es firme y manipulador, de esos que te miran a la cara y te dicen con inocencia algo así como «no me eches la culpa, yo también fui un buen tipo, pero ahora me toca estar en el otro lado y tengo que cuidar el negocio». No se me pude olvidar sus miradas de odio, sus gestos violentos y la contención del último instante que supone perdonar la vida, que le deban una. Le veo con ese recriminar constante a las chicas insistiendo en que tienen el «oficio más fácil del mundo» y que lo único que tienen que hacer es «chupar y follar». Repulsivo es la palabra que me viene a la boca; repulsivo pero veraz.
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