jueves, 21 de febrero de 2013

Cuando se juntaron un ser humano destructor y un dios que no escucha

El Centro Dramático Nacional pone en escena El malentendido, un texto de Albert Camus


Miércoles 20 de febrero de 2013. Teatro Valle Inclán. Madrid

Cartel de la obra de teatro El malentendido
Cartel de la obra de teatro El malentendido
¿Por qué? Por las preguntas que lanza Camus al ser humano.
Quizá sea Albert Camus uno de los escritores fundamentales que nos dejó el existencialismo del siglo pasado, de los que mejor supo describir ese desasosiego tan doloroso que acompaña al ser humano. Vivió la Segunda Guerra Mundial que convirtió a Europa en un páramo yermo. Sintió a su alrededor la destrucción que había provocado la falta de humanidad de las personas. Las guerras traen lo peor, lo más despreciable de nuestra esencia, sacan afuera los instintos más bajos, los más salvajes. No es fácil sobreponerse a todo esto, pero el escritor tiene un deber con la sociedad en la que vive. Debe retratarla y también está obligado a hacerla pensar, a no dar nada por sentado. El malentendido es fruto de ese compromiso de Camus, a su intención de cumplir con su parte. Utiliza para ello un hecho real que le conmovió profundamente y que leyó en la prensa. A través de esa historia, de lo particular, nos representa lo general, nuestro universo.

Cuenta Cayetana Guillén Cuervo, la protagonista e impulsora de este proyecto, que lo abordó como un homenaje a su padre cuando éste aún se encontraba enfermo. Quería llevar al teatro una obra que le conmoviera y que pudiera servir para rendir un cierto homenaje a sus progenitores, Gemma Cuervo y Fernando Guillén. Escogió El malentendido, una obra que ellos habían producido e interpretado en 1969. La estrenaron en Barcelona, en el teatro Poliorama, dirigidos por Adolfo Marsillach y con un reparto en el que también estaban María Luisa Ponte y Alicia Hermida.

Se trata de una historia sencilla, sembrada de símbolos y que busca provocar la reflexión en el espectador sobre su presente. Los diálogos están envenenados, los silencios respiran angustiosos el aire de una era muerta que nos asfixia sin remedio. En la historia, un hombre regresa a su casa después de veinte años. Se fue siendo un adolescente. Como la vida se ha portado bien con él, ahora quiere que el dinero que ha ganado sirva para hacer felices a su familia. Su madre y su hermana, regentan el mismo hostal del que se marchó y que sin embargo ha cambiado. Ellas no le reconocen, él no encuentra las palabras, y entre una cosa y otra surge el malentendido que da nombre a la obra. Lo que va a pasar lo deduce con rapidez el espectador tras las primeras escenas, atando dos cabos evidentes. No hay sorpresa y sí una cierta predestinación, la de un ser humano deshumanizado.

A pesar de esa sencillez, muchos son los temas que están latentes en la representación. El principal es la presencia de una Europa inhóspita convertida en páramo y el anhelo de huir hacia un lugar añorado en el sur, con mar y sol. Pensamos que escapando de nuestras ruinas podemos ser felices, porque la felicidad debe anteponerse a todo. Ese egoísmo es la primera pieza que sirve para socavar nuestra sociedad, para hacer que la ética colectiva se subordine a los intereses propios. Surge así ese «yo tengo derecho» con el que se justifica lo más atroz. Hay un retrato del capitalismo que nos va haciendo inhumanos porque en nuestros días la felicidad solo llega con el dinero y para conseguir éste todo sirve, incluso matar. El capitalismo no tiene valores y si ese es el sistema elegido por nuestra sociedad, nuestra sociedad se irá haciendo inmoral. Lo cierto es que ya nos hemos convertido en ese mundo sin valores del que la moral ha desaparecido.

El ser humano está solo ante la tragedia de esta vida, así que debe enfrentarla por sí mismo, con esa pesadumbre y esa angustia a cuestas. No hay quien nos descargue y por tanto tampoco tenemos a quien echar las culpas. No hay dios y si lo hubiera no sería otra cosa que un silencio cómplice, como esa presencia cumplidora y servicial que hay en la obra, un ser que sabe, pero que no interviene para al final poder señalar con el dedo y que sea nuestra propia conciencia la que nos remuerda. Cuando dios, cualquier dios, habla solo dice sabe decir «no», su monosílabo solo sirve para negar hasta la más mínima piedad. Entonces sabemos que estamos condenados, que lo estábamos desde siempre, que es imposible no vivir arrastrando las cadenas de nuestra condición. El ser humano se encuentra solo, perdido y sin rumbo. Viéndolo así, quizá la locura no sea una mala solución.

El tercero de los temas en los que profundiza El malentendido sirve para completar la descripción de nuestro mundo hostil: solo podemos continuar viviendo si logramos paralizar cualquier sentimiento, es decir dotarnos de medidas de inmunidad ante la crueldad propia del ser humano. Así nos adormecemos, fingimos, hablamos de vaguedades… Esa no profundización a la que tiende nuestra sociedad y que nos convierte en tontos está presente en la obra y hace que no consigamos, como el protagonista, encontrar las palabras que describan la realidad y nuestro interior, que expliquen cómo nos sentimos y hacia dónde vamos irremediablemente.

Nuestro destino, no cabe otro remedio, ha de ser trágico porque somos seres impotentes, incapaces de moverlo. Albert Camus no nos da respuestas, simplemente nos muestra la barbarie de lo que somos para ver si así podemos ser capaces de pararnos a pensar y no repetir los mismos errores cometidos en el pasado.

Cayetana Guillén Cuervo y Julieta Serrano en una escena de la obra de teatro El malentendido
Cayetana Guillén Cuervo y Julieta Serrano en una escena de la obra de teatro El malentendido (Foto: David Ruano; por cortesía del CDN)
Dejando a un lado lo filosófico para entrar en lo más tangible de la función destaco algún elemento más. El primero es la distribución del espacio que ha obligado a colocar las butacas del teatro Valle Inclán de otra forma, incluso variando su orientación. El escenario es un largo rectángulo, transversal a una parte de los espectadores, con sonora tarima de madera. Dos bancos, una mesa grande y una especie de atril-aparador, todos ellos de aspecto sólido y también de madera, completan el atrezo. Es difícil de llenar un espacio tan grande y eso sirve para representar la soledad del ser humano, tanto como la distancia entre unos y otros. En las primeras escenas, a propósito, los personajes están muy alejados, no permitiendo contemplar a ambos en un mismo plano, el espectador debe girar la cabeza para ir de uno a otro. Es el primer esfuerzo que se le pide, el segundo es una decisión, que tenga que elegir a quién seguir con sus ojos, qué detalles no perderse mientras sucede la escena.

Otro elemento distorsionador es la música. Una viola y un acordeón suenan en directo como banda sonora. Emiten sonidos agudos, lastimeros, como si fueran quejidos unas veces y otras viento. Son plegarias que nadie escucha, las voces perdidas de la desolación. No es una música agradable, solo inquietud. Para el descanso de los ojos, el sosiego, tenemos los paisajes que aparecen sobre la pantalla del fondo, como esa grabación fija de un río por el que corre el agua, o las olas soñadas llegando a la playa…

Para el final he dejado las interpretaciones. Son intensas, cargadas de pesadumbre y predestinación. Sus parlamentos no pueden resultan extraños, a pesar de ser complejos y estar vestidos de distancia. Después llega la furia y la rabia porque todo se ha hecho añicos. El malentendido requiere mucha fuerza anímica para transitar por los diferentes estadios y sus personajes brillan con la luz que el elenco les da. Julieta Serrano arrastra el cansancio de la madre de una manera sentida. Lara Grube nos muestra el ímpetu de una joven enamorada, pero también sabe lucirse cuando le toca el dolor de cerca. Juan Reguilón inquieta con su presencia silenciosa y con su cruzar rápido, brusco, siempre atareado. Ernesto Arias transmite con soltura un personaje comido por las dudas y por un presente complicado que se le desborda. Y Cayetana Guillén Cuervo marca con el ritmo de sus deseos, con la entonación de su voz, la escena.

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