Eduardo Chapero-Jackson elige los vacíos de la adolescencia para su primer largometraje
Cartel de la película Verbo
Verbo se podría clasificar como un largometraje de género fantástico, en el que cohabitan un mundo real y otro fantástico, una especie de subsuelo en el que viven desapegadas las almas. Se trata de una fábula, de estructura clásica y muy clara en su mensaje. Lo primero que sorprende de la película es el trabajo de su director en construir una geografía, física y espiritual, que sustente la historia. La física la plasma en un desangelado barrio colmena, como muchos de los construidos durante la burbuja inmobiliaria -precisamente estas escenas se rodaron en Seseña, en la famosa urbanización del Pocero-, al que se contrapone el centro de Madrid que se nos va enseñando con los ojos de quien descubre sus rincones más secretos por primera vez. La espiritual es apocalíptica, húmeda y oscura, supone estar corriendo siempre de una forma desesperada, agotadora si no se tienen las fuerzas suficientes.
En los límites de estas tres geografías se plantea la historia. Sara (Alba García), es una muchacha de un barrio alienante, que no encuentra belleza a su alrededor. Busca un sentido a su existencia, porque siente que le falta algo que no sabe expresar. Piensa que no tiene una identidad, ni sabe donde encontrarla. Ni siquiera conoce si hay otros a los que le ocurra lo mismo que a ella, aunque intuye que sí. Retraída, tímida, llena de complejos, callada, el mundo no la entiende y su vida se tambalea. A Sara se le acumulan los vacíos y se va nutriendo de una fantasía que se le dispara y la mantiene viva en esta sucia realidad que la rodea. Verbo cuanta la historia del viaje interior que la adolescente emprende para decidir salvar su vida o no hacerlo.
Alba García en una escena de la película Verbo
Sara emprende el camino de buscar la belleza, la poesía, como antídoto y como solución para asumir la vida. En esa búsqueda le guía Don Quijote que va creciendo en ella como la figura que representa a todos aquellos soñadores que entendieron que debe existir otro mundo debajo de éste, más rico y dónde la imaginación sí que tiene cabida, soñadores que descubrieron que era su obligación sacar ese universo escondido a la luz para mostrárselo a los demás. Porque otro mundo más hermosos es posible, sólo se necesita decisión para cambiarlo.
Ese es el secreto que transmite Verbo a los jóvenes, que nada está perdido y que por lo tanto, antes de admitir derrotas, hay que intentarlo. Pero aún les dice más, les explica cuál es el proceso. Primero hay que tomar conciencia, después trabajar la capacidad para expresarse a través de la palabra y finalmente querer cambiar el mundo. De nada sirve la acción si antes el individuo no ha pasado por esas tres etapas. Salvando las distancias, que son muchas, le encuentro a la película un punto un tanto 15-M, especialmente por ese deseo de transformar la sociedad desde la inocencia. Tal vez ese sea el nuevo prisma sobre el que hacer el cine que está por venir y que quiere comprometerse con el mundo en el que vive.
Verbo no se queda exclusivamente en la problemática de los adolescente, sino que utiliza la fuerza de esa edad, la esperanza que siempre ponen los jóvenes en lo que emprenden, para plantear con suavidad otros problemas sociales. Se enfrenta al estado de la educación actual en la que se mezcla la desesperanza de muchos profesores, que han perdido las ganas de enseñar, con la apatía de los alumnos. No da soluciones, pero dice claramente que sin motivación la educación no sirve para nada.
Muy interesante resulta también la propuesta de Eduardo Chapero-Jackson de utilizar elementos asociados a la juventud. El arte urbano, el hip-hop y el cómic forman parte del lenguaje y la imagen de Verbo, y están totalmente imbricados en ella, con naturalidad. Es la apuesta por adaptar el cine a los nuevos tiempos.
La interpretación dramática de la película está sostenida por la debutante Alba García, presente en la mayoría de los planos, y que con su carácter va construyendo la película. Sus ojos y su rostro se quedan grabados en el espectador. Sobrecoge como de ese cuerpo menudo y fibroso consigue sacar ira y de ella el sosiego para emprender el nuevo camino. Le acompaña bien el resto del reparto, con un rítmico Miguel Ángel Silvestre que le da a la poesía y se arranca a cantar un tema de hip-hop; nadie como Verónica Echegui para mostrar la dulzura, o Víctor Clavijo para dar lecciones de sobriedad, Macarena Gómez de fragilidad, Adam Jezierski de fugacidad, Manolo Solo de hastío y desencanto, Nasher Saleh de la ternura de los primeros amores, Fernando Soto de incomprensión y presencia ausente y Najwa Nimri de soledad.
En resumen, es una película con una propuesta interesante, equilibrada, que asume nuevos mecanismos con los que desarrollar el lenguaje cinematográfico, pero a la que le falta un poco más de alma, de ese calor apasionado que no está presente cuando se mira lo que pasa desde demasiado lejos.
A modo de pequeño anecdotario: Eduardo Chapero-Jackson dice que llegó al cine porque después de haber estudiado Bellas Artes tenía que ganarse la vida. Así que aceptó una oferta para trabajar en una productora, Sogecine. Se encargaba del papeleo, y entre sus tareas estaba la revisión y archivo de las hojas de rodaje, que le sirvieron para aprender de qué forma se estructura una película. Desde la mesa de trabajo tenía una visión completa de cómo se gesta un proyecto, desde cuando solo es una idea hasta el momento de lanzar toda la campaña de marketing para el estreno, y entre medias cada una de las etapas. En aquella época trabajó para películas como Los otros (Alejandro Amenábar), Lucía y el sexo (Julio Médem), Al sur de Granada (Fernando Colomo), Mar adentro (Alejandro Amenábar) y Crimen Ferpecto (Álex de la Iglesia).
Al dejar la productora comenzó a escribir y dirigir sus cortometrajes Contracuerpo (2005), Alumbramiento (2007) y The End (2008).
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