Animalario lleva la obra de Harold Pinter a las naves del Matadero.
Miércoles 15 de febrero de 2012. Matadero - Naves del Español. Madrid
Cartel de la obra El montaplatos
Pero sí, en realidad hay mucho más a poco que se escarbe. Ben (Alberto San Juan) y Gus (Guillermo Toledo) son asesinos, de esos que hacen el «trabajo sucio» que cualquier organización precisa, y no nos escandaliza. Son demasiado parecidos a nosotros, se conforman con el salario que tienen y aceptan sin rechistar las metodologías que la organización fija, asumiendo las esperas, el tiempo inútil entre trabajo y trabajo… Han aprendido a obedecer mecánicamente sin hacerse preguntas, simplemente porque se lo ordena quien manda. Son servidores del amo, de una autoridad invisible que está por encima de todo. No importa que la exigencias sean imposibles de satisfacer, ni excedan los límites de lo asumible, que no cesen nunca o que se conviertan en una espiral de demostración de poder por un lado y de mansa servidumbre por el otro. ¡Como si la vida no fuera otra cosa que obedecer! A Ben y a Gus les van llegando pedidos constantes y absurdos desde arriba y ni se plantean por un instante la posibilidad de desobedecer y no enviar nada, así que, sin reflexionar, registran sus bolsas de viaje y despachan su propia comida.
El espectador asiste a la obra mirando desde arriba, una posición privilegiada que le permite observar a los personajes como si fuera un investigador dedicado a analizar el comportamiento humano cotidiano. El público ejerce su punto de vista mirando desde el exterior lo que ocurre dentro de esta especie de caverna de Platón en la que se desenvuelven los dos personajes, ciegos ante lo que sucede fuera del sótano, que solo ven las «sombras» que otros proyectan. Dos hombres que se relacionan entre sí, donde uno dice tener inquietudes porque hace maquetas de barcos y el otro solo siente que su tiempo se lo come siempre una espera tras otra. Cada vez lo soporta menos. Y de esos dos comportamientos surge la paradoja: el de los hobbies-inquietudes está plenamente satisfecho, libre de la menor curiosidad; a quien no tiene aficiones le llegan las dudas, las primeras preguntas en un pequeño atisbo de plantearse qué es lo que hace, la definición de unos límites morales que le despiertan ciertos remordimientos y la curiosidad por querer saber qué hay detrás de los trabajos que cumple para descifrar cómo es el puzzle completo. La propia espera suscita las preguntas de Gus a las que Ben responde con evasivas, con nuevas órdenes que se permite por ser el más veterano de los dos y, cuando ya no puede más, con un fuerte grito de «¡Puta libertad!» que condensa el foco del problema, el de la libertad frente a la obediencia y sus mecanismos.
Alberto San Juan y Guillermo Toledo en una escena de El montaplatos
Pinter nos obliga a realizar una reflexión sobre las relaciones sociales y la conciencia humana. No es halagador lo que uno encuentra: esa servidumbre bobalicona con el que manda. Con su obra nos dibuja el mundo de las órdenes sin cara, el del poder político como un elemento abusivo que condena a sus ciudadanos injustamente. El mismo mecanismo de poder se refleja también en el mundo laboral, donde el que manda se siente amo y señor, sin importarle que lo que pide sean imposibles, encargando siempre labores que terminan siendo opresivas.
En esa petición imparable de platos, que a su vez se van convirtiendo cada vez en manjares más sofisticados, también podemos ver una velada crítica al consumismo que avanza cada día lanzándonos órdenes que debemos cumplir si deseamos parecernos a los modelos que la sociedad nos impone. Falsos modelos por cierto, creados por unos mercados también invisibles que ser rigen por intereses económicos y no morales.
El montaplatos es una obra de teatro que llama a la rebeldía, Andrés Lima, el director de la obra, también lo entiende así y lo explica: «nos ponemos al servicio de alguien o algo que define el mundo como una guerra continua entre los seres que lo habitan mientras ellos piden platos combinados y nosotros en nuestra tontería no entendemos qué significa. Es muy simple, se están poniendo morados, comen a nuestra costa y además les pagamos por ello. Pero nuestra tontería también es nuestra responsabilidad. Abre los ojos y mira a quién tienes enfrente. A tu lado. En tu habitación».
Guillermo Toledo y Alberto San Juan en una escena de El montaplatos
En lo interpretativo, Alberto San Juan y Guillermo Toledo están de sobresaliente. Se dejan el alma en una historia sin fisuras, a través de lo absurdo y sin embargo no dejan de pisar con los pies en el suelo. Transmiten sensaciones para que el espectador reflexione, sin prisas, pero sin dejar de empujar para tomar partido. Añadir que además Alberto San Juan se ha encargado también de adaptar el texto de la obra.
Cuando veo una compañía atreviéndose con una obra de este tipo, me hago muchas preguntas intentado saber que ha llevado a los actores y a su director a elegirla. Suelen ser muchos los componentes que van inclinando la balanza, pero uno de ellos, de los que termina pesando más, es siempre lo personal. En este caso su director explica que su simpatía hacia El montaplatos «nace de verla como una pesadilla cómica, algo así como la vida. La primera vez que la leí pensé en ETA, la banda terrorista, esto me situó en el plano político y esto me llevó a lo personal ¿cuál es el miedo del asesino? y más claramente ¿cuál es el miedo entre hermanos?». Tal vez, el director encontró durante el montaje de esta obra las respuestas a sus preguntas. Yo, como espectador, lo que al final descubrí es que los absurdos somos nosotros, los obedientes siervos del poder.
A modo de pequeño anecdotario: El montaplatos es una de las primeras obras de Harold Pinter, fechada en 1959 y estrenada el 21 de enero de 1960 en el Hampstead Theatre Club. Su título original es The dumb waiter que se puede traducir por El camarero tonto. Los críticos la consideran la pieza de Pinter que más se acerca a las estructuras del teatro del absurdo. Hay quien ve esta obra con un carácter que ha sido influencia en numerosas obras culturales posteriores. En su crítica a este montaje de Animalario titulada Abejaruco contra lince ibérico y publicada por El País el 31 de enero de 2012, Marcos Ordóñez señala que su influencia se extiende incluso a los diálogos de Pulp Fiction entre John Travolta y Samuel L. Jackson sobre la «Royal con queso». Dice también que hay «una coincidencia casi premonitoria: antes de hacer Pulp Fiction, Travolta interpretó El montaplatos en televisión, con Tom Conti, a las órdenes de Altman».
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