miércoles, 15 de febrero de 2012

El montaplatos, todos estamos al servicio de los poderosos

Animalario lleva la obra de Harold Pinter a las naves del Matadero.


Miércoles 15 de febrero de 2012. Matadero - Naves del Español. Madrid


Cartel de la obra El montaplatos
Cartel de la obra El montaplatos
Para hablar de El montaplatos primero hay que acudir a su breve sinopsis: «Ben y Gus son dos asesinos a sueldo que permanecen encerrados en la habitación lúgubre de un sótano a la espera de las órdenes de la organización para la que trabajan. Mientras, comienzan a recibir absurdos encargos de comidas a través de un montacargas». Es de suponer que con esto ya se entienda todo. En realidad no hay mucho más: conversaciones cotidianas sobre los sucesos que aparecen en prensa, discusiones acaloradas de fútbol, discrepancias sobre la semántica, espera, dos humildes trabajadores del crimen y un montaplatos. Da de sobra para ser una obra del absurdo, una de esas que se desarrollan como un teorema partiendo de una premisa disparatada: la que representa en un mundo de matones la imagen banal del montaplatos.

Pero sí, en realidad hay mucho más a poco que se escarbe. Ben (Alberto San Juan) y Gus (Guillermo Toledo) son asesinos, de esos que hacen el «trabajo sucio» que cualquier organización precisa, y no nos escandaliza. Son demasiado parecidos a nosotros, se conforman con el salario que tienen y aceptan sin rechistar las metodologías que la organización fija, asumiendo las esperas, el tiempo inútil entre trabajo y trabajo… Han aprendido a obedecer mecánicamente sin hacerse preguntas, simplemente porque se lo ordena quien manda. Son servidores del amo, de una autoridad invisible que está por encima de todo. No importa que la exigencias sean imposibles de satisfacer, ni excedan los límites de lo asumible, que no cesen nunca o que se conviertan en una espiral de demostración de poder por un lado y de mansa servidumbre por el otro. ¡Como si la vida no fuera otra cosa que obedecer! A Ben y a Gus les van llegando pedidos constantes y absurdos desde arriba y ni se plantean por un instante la posibilidad de desobedecer y no enviar nada, así que, sin reflexionar, registran sus bolsas de viaje y despachan su propia comida.

El espectador asiste a la obra mirando desde arriba, una posición privilegiada que le permite observar a los personajes como si fuera un investigador dedicado a analizar el comportamiento humano cotidiano. El público ejerce su punto de vista mirando desde el exterior lo que ocurre dentro de esta especie de caverna de Platón en la que se desenvuelven los dos personajes, ciegos ante lo que sucede fuera del sótano, que solo ven las «sombras» que otros proyectan. Dos hombres que se relacionan entre sí, donde uno dice tener inquietudes porque hace maquetas de barcos y el otro solo siente que su tiempo se lo come siempre una espera tras otra. Cada vez lo soporta menos. Y de esos dos comportamientos surge la paradoja: el de los hobbies-inquietudes está plenamente satisfecho, libre de la menor curiosidad; a quien no tiene aficiones le llegan las dudas, las primeras preguntas en un pequeño atisbo de plantearse qué es lo que hace, la definición de unos límites morales que le despiertan ciertos remordimientos y la curiosidad por querer saber qué hay detrás de los trabajos que cumple para descifrar cómo es el puzzle completo. La propia espera suscita las preguntas de Gus a las que Ben responde con evasivas, con nuevas órdenes que se permite por ser el más veterano de los dos y, cuando ya no puede más, con un fuerte grito de «¡Puta libertad!» que condensa el foco del problema, el de la libertad frente a la obediencia y sus mecanismos.

Alberto San Juan y Guillermo Toledo en una escena de El montaplatos
Alberto San Juan y Guillermo Toledo en una escena de El montaplatos
De lo que habla El montaplatos es de una jerarquía oligarca y dominadora, impuesta por el que manda. Quien gobierna se basta con la fuerza de su poder para mantener la razón. Es una crítica feroz a la obediencia ciega del que sirve a esas órdenes recibidas y a esas jerarquías monolíticas que tan mal soportan las dudas, los interrogatorios, la reflexión, la libertad y la razón. De esta forma, no es extraño que se elijan para los trabajos no a los más cualificados sino a los más dóciles, a los que no se cuestionan y asumen el cometido asignado con los ojos cerrados. Los obedientes, mientras cumplen, son usados. El que no pregunta vale, hasta que se se hace la primera cuestión, pierde entonces su función y resulta prescindible. El que se hace preguntas se convierte en un ser peligroso para el sistema, alguien a rechazar, prescindible y que tarde o temprano deberá ser eliminado.

Pinter nos obliga a realizar una reflexión sobre las relaciones sociales y la conciencia humana. No es halagador lo que uno encuentra: esa servidumbre bobalicona con el que manda. Con su obra nos dibuja el mundo de las órdenes sin cara, el del poder político como un elemento abusivo que condena a sus ciudadanos injustamente. El mismo mecanismo de poder se refleja también en el mundo laboral, donde el que manda se siente amo y señor, sin importarle que lo que pide sean imposibles, encargando siempre labores que terminan siendo opresivas.

En esa petición imparable de platos, que a su vez se van convirtiendo cada vez en manjares más sofisticados, también podemos ver una velada crítica al consumismo que avanza cada día lanzándonos órdenes que debemos cumplir si deseamos parecernos a los modelos que la sociedad nos impone. Falsos modelos por cierto, creados por unos mercados también invisibles que ser rigen por intereses económicos y no morales.

El montaplatos es una obra de teatro que llama a la rebeldía, Andrés Lima, el director de la obra, también lo entiende así y lo explica: «nos ponemos al servicio de alguien o algo que define el mundo como una guerra continua entre los seres que lo habitan mientras ellos piden platos combinados y nosotros en nuestra tontería no entendemos qué significa. Es muy simple, se están poniendo morados, comen a nuestra costa y además les pagamos por ello. Pero nuestra tontería también es nuestra responsabilidad. Abre los ojos y mira a quién tienes enfrente. A tu lado. En tu habitación».

Alberto San Juan y Guillermo Toledo en una escena de El montaplatos
Guillermo Toledo y Alberto San Juan en una escena de El montaplatos
El montaje que ha realizado la Compañía Animalario resulta muy sugerente. La sala y las butacas forradas con bolsas de plástico de las que se usan para la basura, los espectadores en alto, las luces difusas entre el público y también cayendo del techo, dos camastros y dos puertas con un ojo de buey que abren tanto hacia delante como hacia atrás. Se apagan las luces y en la oscuridad vamos escuchando ruidos de dos hombres que hacen que duermen. Poco a poco empieza la penumbra, los movimientos, el lento y fingido despertar. Una linterna que nos enfoca lo que mira Ben, sus certezas en la bolsa que le acompaña. Pero aún no ha hablado nadie, solo hay toses y ruidos que parecen provenir de las tripas de un barco. Entre los silencios de los protagonistas y los sonidos angustiosos de esa medio oscuridad se ha creado un ambiente amenazante, claustrofóbico, lleno de alienación. Han sido unos largos minutos de desconcierto que se rompen al fin con un diálogo de lo cotidiano. Los personajes están tensos, contagiados por lo que supone su estancia en un cuarto cerrado tan lúgubre, con frío. Y sus sensaciones se transmiten al público a la perfección. La adaptación se ha españolizado, descubrimos que están en Zaragoza, pero poco más saben ellos. Sus giros son de aquí, su carácter también. ¿No será que somos nosotros los que estamos ahí abajo?

En lo interpretativo, Alberto San Juan y Guillermo Toledo están de sobresaliente. Se dejan el alma en una historia sin fisuras, a través de lo absurdo y sin embargo no dejan de pisar con los pies en el suelo. Transmiten sensaciones para que el espectador reflexione, sin prisas, pero sin dejar de empujar para tomar partido. Añadir que además Alberto San Juan se ha encargado también de adaptar el texto de la obra.

Cuando veo una compañía atreviéndose con una obra de este tipo, me hago muchas preguntas intentado saber que ha llevado a los actores y a su director a elegirla. Suelen ser muchos los componentes que van inclinando la balanza, pero uno de ellos, de los que termina pesando más, es siempre lo personal. En este caso su director explica que su simpatía hacia El montaplatos «nace de verla como una pesadilla cómica, algo así como la vida. La primera vez que la leí pensé en ETA, la banda terrorista, esto me situó en el plano político y esto me llevó a lo personal ¿cuál es el miedo del asesino? y más claramente ¿cuál es el miedo entre hermanos?». Tal vez, el director encontró durante el montaje de esta obra las respuestas a sus preguntas. Yo, como espectador, lo que al final descubrí es que los absurdos somos nosotros, los obedientes siervos del poder.

A modo de pequeño anecdotario: El montaplatos es una de las primeras obras de Harold Pinter, fechada en 1959 y estrenada el 21 de enero de 1960 en el Hampstead Theatre Club. Su título original es The dumb waiter que se puede traducir por El camarero tonto. Los críticos la consideran la pieza de Pinter que más se acerca a las estructuras del teatro del absurdo. Hay quien ve esta obra con un carácter que ha sido influencia en numerosas obras culturales posteriores. En su crítica a este montaje de Animalario titulada Abejaruco contra lince ibérico y publicada por El País el 31 de enero de 2012, Marcos Ordóñez señala que su influencia se extiende incluso a los diálogos de Pulp Fiction entre John Travolta y Samuel L. Jackson sobre la «Royal con queso». Dice también que hay «una coincidencia casi premonitoria: antes de hacer Pulp Fiction, Travolta interpretó El montaplatos en televisión, con Tom Conti, a las órdenes de Altman».

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