El productor Lluís Miñarro dirige una excelente película para pintar a sus padres y contar una generación a punto de desaparecer
Cartel de la película Familystrip
Tal vez su mejor acierto sea la gratificante oportunidad de colarse en el salón de los mayores a escucharles contar mientras se va gastando un tiempo de otra forma perdido. Hacerlo en silencio pues el protagonismo, como en toda tradición oral, es de los que hablan. Con sorpresa y con admiración, entrando con lentitud en un laberinto que es nuestro pasado, del que nadie se preocupó y quedó abandonado de todos. Es esta historia familiar que nace sin la intención de ser mostrada un ejemplo de lo que mi generación debería haber escuchado, con la misma espontaneidad, de sus padres y abuelos, pero sobre la que se impuso un silencio temeroso.
Lluís Miñarro comenzó su carrera en el mundo cinematográfico allá por el año 1996 y lo hizo como productor, sin duda la faceta más conocida de este hombre. Produjo entonces a una joven que se llamaba Isabel Coixet y que en aquellos tiempos era compañera suya en la misma agencia de publicidad. Aquella película se llamaba Cosas que nunca te dije. Después vinieron muchos años cargados de apuestas propias para ofrecer un cine diferente. Ahora Lluís Miñarro vive un merecido momento dulce, pues la película de Apichatpong Weerasethakul El tío Boonmee que se acuerda de sus vidas anteriores, de la que es coproductor, ha ganado la Palma de Oro en Cannes.
Francesc Miñarro y María Luz Albero, padres del director, en una escena la película Familystrip
Recuerdan el «estallido de la II República» contando que aquello fue una fiesta, un triunfo y una proclamación cargada de esperanza. Muestran una Guerra Civil que todo lo rompió y un tiempo silencioso y opresor que vino después. Cuentan cómo se conocieron, hablan de su boda, de la noche de bodas, de la distancia de la pareja que la guerra impuso, del nacimiento del primer hijo durante la misma guerra, del campo de concentración al que fue confinado Francesc tras la derrota republicana. Cuentan con pudor cuando es de sexo de lo que hablan para decir que entonces carecían de toda información. Hablan de lo que era costumbre, de las canciones, de despedirse desde el balcón porque comenzaba otra eterna jornada de trabajo, del día a día de sus tiempos, de una libertad secuestrada. Son conversaciones que arrancan muchas veces movidas por una pregunta del hijo, o del pintor, o de alguno de los dos ayudantes, y que fluyen como limpia agua de río cristalino. Preguntas que dan paso a respuestas, que ofrecen anécdotas que se van enlazando.
Así, con sus voces, el inerte cuadro va tomando vida. Lo difuminado sale a la luz y se planta, entre pincelada y pincelada, ante un espectador que sin querer va echando un vistazo interior hacia su propia historia familiar. Una mirada que se teñirá de la misma ternura, pues se contagia desde la pantalla. Será en blanco y negro, o en una tonalidad sepia, como la mayoría de la película que sólo utiliza el color en el arranque donde se utilizan imágenes de naturaleza que transmiten cierta paz interior de un estado sosegado, feliz, invencible.
Tal vez Familystrip me resulta tan próxima por el exquisito gusto con el que están tomadas las imágenes, o por el tiempo que viene y va, donde todo pasa una sola vez, sin segundas tomas, porque los momentos en la vida son irrepetibles. Es una película intuitiva, de sensaciones muy bien trasladadas, que conmueve. Las historias familiares que se ofrecen se convierten en memoria colectiva para quien las escucha, sorprendido de las ganas de vivir de aquellos mayores que ya cumplieron los 90 años hace tiempo.
Cargada de intenciones suena En Méditerranée en la voz de Georges Moustaki, una aviso de nostalgia, como lo es también Ojos verdes cantada por la madre, recordando tiempos en que las canciones estaban en la calle, en los patios de vecinos, en la vida que resiste. Tiempos que se han relativizado y que mañana se habrán perdido.
A modo de pequeño anecdotario: Cuando los padres de Lluís Miñarro cumplieron su 65 aniversario de boda les quiso hacer un regalo, así que encargó al pintor Francesc Herrero que les pintase un retrato. Tres semanas después de terminar el retrato, Herrero se suicidó. Para él hay una dedicatoria especial en la película. De aquello han pasado ya nueve años.
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