sábado, 15 de mayo de 2010

El avaro o el dinero como obsesión pasada y presente

Juan Luis Galiardo abandera esta comedia clásica escrita por Molière y adaptada por los dramaturgos Jorge Lavelli y José Ramón Fernández


Martes 11 de mayo de 2010. Teatro María Guerrero. Madrid


Cartel de la obra El avaro
Cartel de la obra El avaro
La avaricia es una inclinación o deseo desordenado de poseer que sobrepasa los límites de lo ordinario y lo lícito. Una posesión para sí mismo, un vicio, un pecado capital que suele ir acompañado de la comisión de otros como el robo, el soborno y la usura. Lavelli, en el texto que acompaña al programa de El avaro, va más allá: «La avaricia es una forma exasperante y perfecta del egoísmo; la ignorancia de la muerte, su compañía». No sé equivoca en su descripción y anticipa lo que se verá sobre el escenario.

Es la avaricia de Harpagón (Juan Luis Galiardo) la que mide el universo de El avaro. El poder que ostenta rige absoluto en su casa, en sus bienes, sobre sus criados, sus empleados y sus dos hijos, que rebeldes de corazón no ven la manera de escapar y se ven sometidos contra su voluntad. Un poder que no se cuestiona, que es así por tradición. La sociedad se burla de Harpagón, pero a escondidas, porque en realidad le temen, y se acercan en noches oscuras, a escondidas también, para pedirle dinero a préstamo. Acuden a su usura cada vez que la necesitan.

Harpagón entierra su fortuna, no necesita disfrutarla, pues su único placer es saber que la tiene. Está dominado por su codicia, un rasgo que juega un papel doble y contrario en la obra: si por un lado deshumaniza al personaje haciéndolo injusto por naturaleza, por el otro lo humaniza al ridiculizarle hasta exagerar su comportamiento que es llevado al extremo. Su ruindad produce risa pues sabemos de antemano que cualquier propósito que él arranque no llegará a buen puerto. Nos reímos de saber que los que no son generosos perderán, y no nos damos cuenta de que si pasamos página entrando en la realidad cotidiana, en la mañana que nos espera al día siguiente en nuestras propias vidas, son ellos los que se ríen de nosotros por lo contrario.

Irene Ruiz, Rafael Ortiz, Juan Luis Galiardo y Javier Lara en una escena de El avaro
Irene Ruiz, Rafael Ortiz, Juan Luis Galiardo y Javier Lara en una escena de la obra El avaro
Es este un texto que habla de la voluntad no ejercida, de la que se supedita a los que mandan porque tienen el dinero. Hoy también ocurre lo mismo: las clases dominantes, las que se lucran amasando el capital, nos tienen oprimidos y tampoco conseguimos ver la salida. Tal vez la comparación de lo que ocurre en nuestro tiempo con la obra nos muestra que ésta sigue vigente, que su mensaje es eterno pues siempre termina resultando necesario seguir dando aviso sobre el comportamiento de los avaros. Son quienes poseen los que mandan de verdad sobre nosotros, no las figuras interpuestas que vemos a diario dando discursos. Y lo peor de todo, que lo hacen, como Harpagón, por pura codicia. Puede verse en la obra que la familia, y por contagio la sociedad, se ha degradado hasta su extremo, tanto que difícilmente vemos una salvación. Es un poco artificial la que propone la obra, donde siempre hay alguien noble con más dinero que puede comprar con su generosidad incluso a la persona más avara.

Molière nos narra este cuento de una forma sencilla, pero a la vez de una manera tan profunda y sabia que vamos viendo ante nuestros ojos toda la verdad sobre nuestros propios miedos. Miedos de quien no es libre, de quien depende de los demás. Nos hace conscientes de nuestra pequeñez. Molière nos narra este cuento desde una mirada divertida, pero cargada de piedad, porque las miserias que vemos bien podrían ser nuestras. Tal vez por eso abundan los espejos sobre el escenario, que nos van reflejando a nosotros y deformando a los actores y actrices en sus comportamientos.

Todo es exagerado y risible en el texto, sin dejar por ello de ser profundamente humano. Han pasado casi 350 años desde que se escribió El avaro y sin embargo su vigencia es tal que en todos estos años no ha dejado de entenderse y de representarse. Su éxito es simple, se trata de una comedia clásica, donde se recurre a lo grotesco y a la caricatura. Algo que no ha pasado de moda. Hoy también hay una corriente importante de intérpretes que beben de esas mismas fuentes y que buscan trabajos donde actuar con esos mismos impulsos cómicos. Persiguen la risa con los mismos mecanismos, despertando la reflexión de soslayo, como sin querer haber sido los culpables, con inocencia.

La escenografía tiene dos virtudes, la primera viene dada por su movilidad, tal que permite trasladarse al espectador por diferentes escenarios sin dejar de ser el mismo y contagiarle un dinamismo que al texto le sienta muy bien. La segunda por su sencillez que no oculta los entresijos del teatro. Sus huecos, rincones y demás espacios, son utilizados para acercarnos un alma completa, traída a la luz pues no encontrará lugar donde esconderse.

Hay en la obra una canción que canta el elenco. Es una pieza muy breve pero cargada de fuerza. La misma que destilan en sus gestos y voces el elenco. Están estos escondidos tras sus caras blanqueadas por los polvos del maquillaje, como anhelando un cierto anonimato. No es éste un elenco lleno de figuras reconocibles, más bien se ha elegido para fortalecer el papel omnipresente de Juan Luis Galiardo, para que brille con facilidad. Buenas réplicas le dan Javier Lara, Rafael Ortiz y Mario Martín desde sus papeles construidos con sobriedad e ilusión a medias iguales. Toda comedia necesita de bufones y son éstos los agradecidos papeles que interpretan Palmira Ferrer, Manolo Caro y Tomás Sáez, son burlescos y a la vez los únicos sensatos en todo este tinglado.

El resultado, muchas risas y un aplauso contagioso que se entregó al elenco con muchas ganas al final de la representación.

A modo de pequeño anecdotario: El avaro también es conocido por el sobretítulo de La escuela de la mentira. Se trata de una comedia en prosa, de cinco actos y escrita por Molière en 1668. Se estrenó en el teatro del Palais-Royal de París el 9 de septiembre de ese mismo año. Sobre el tema, se puede decir que Molière se inspiró en la obra de Plauto llamada La olla.

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