Todos están muertos, la ópera prima de Beatriz Sanchís
Cartel de la película Todos están muertos
¿Por qué? Porque te engancha lentamente.
El espacio en el que cohabitan los personajes es un ambiente opresivo, de familia atormentada, e irrespirable. Su universo cerrado tiene que tambalearse. La única manera de que ocurra es que sean fuerzas del exterior de la casa las que irrumpan para que los personajes puedan confrontar sus problemas. Si se hace bien, tal vez se dé la posibilidad de que se abran las ventanas para que corra otro aire nuevo. Quizá aún se pueda por fin establecer una comunicación entre ellos a través de la que anudar los lazos familiares deshechos.
En Todos están muertos perviven los elementos sobrenaturales con la realidad, algo que podría lastrar la verosimilitud de la película. Sin embargo esos elementos están tratados con tanta naturalidad que se terminan integrando completamente hasta no parecer extraños. Son una excepción a la normalidad integrada en el folclore, como esa día de los muertos que celebran los mexicanos y que supone una puerta de comunicación entre los dos lados. La creencia o no en fantasmas no es importante para lo que la película quiere contar. Que un muerto tome cuerpo es una estrategia para ir desvelando los secretos que se esconden en lo más profundo del corazón y la cabeza, la forma inteligente que decide la directora Beatriz Sanchís para que el espectador entienda el interior de sus personajes de carne y hueso y el camino a través del que empatizar con esa mujer que está destruida por dentro y que se muestra ajena al presente. La presencia de la muerte también funciona como un símil para decirnos que hay muertos de verdad y otros sepultados en vida por su pasado, cargando con culpas que les atormentan.
Trailer promocional de la película Todos están muertos
Otra buena parte de su secreto está en la banda sonora y esa vuelta a la música de los ochenta. Con lo que suena se establecen vínculos y complicidades. Con esa música se construye el pasado y la certeza de unos recuerdos compartidos, a los que hay querencia porque mantienen una conexión llena de nostalgias. La música es como esa habitación de ensayo que se había sellado escondiéndola tras un electrodomésticos y que vuelve a abrirse avanzada la película. En esa habitación descubrimos que se apila desordenadamente lo que fuimos y que guarda aquello que sentimos antes y que aún no hemos podido abandonar. La música rompe el silencio, hace que las conversaciones se produzcan, nos conduce con dulzura y nos permite hablar de lo que duele sin ahogarnos.
Soberbio es el manejo del ritmo y la historia que realiza Beatriz Sanchís y tremenda la interpretación de Elena Anaya que elabora un personaje memorable y muy difícil de dar vida y sostener. Ella lo hace con sencillez, como si construir ese universo interior tan atormentado fuera lo más simple del mundo. Sabias son también las elecciones de los actores con los que se ella va enfrentándose a lo largo de la película en sus diferentes duelos: Cristian Bernal, Nahuel Pérez Biscayart y sobre todo Patrick Criado quien desde la timidez saca toda la pasión para sostener una mirada demoledora, como un desgarro de guitarra que no se va apartar. El reparto principal lo completa Angélica Aragón, esa madre invencible que les cobija a todos.
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