sábado, 5 de diciembre de 2009

«La tierra», una historia sencilla que se alarga

«La tierra» nos muestra una violencia opresora en los entornos tradicionales


Sábado 5 de diciembre de 2009. Teatro Valle Inclán. Madrid


Cartel de «La tierra»
Cartel de «La tierra»
Sin duda es su escenografía lo mejor de «La tierra». Nubes en el cielo, el olivar sobre un cerro de arena, la luna llena, la valla de madera que también representa las fachadas de las viviendas del cortijo y la tierra que parece colarse en todas partes. El espectador la huele durante la obra, una tierra que va siendo empujada, movida y estrujada por los actores y que como imperceptible polvo forma parte del necesario aire que se respira en las butacas. Una tierra entre arena y ceniza, seca y yerma de un lugar en el que hace mucho que ya no llueve porque la naturaleza castiga un crimen silenciado por el pueblo.

Bien iluminada, con acertado uso de las sombras, con excelente manejo de los espacios, de una marcada poética en palabras e imágenes y con una gran visión de conjunto para la escena, la obra no desaprovecha momentos para afirmarse como una plástica postal dramática, como si fuesen instantes que estuviesen esperando a ser fotografiados. Los sentimientos, escondidos y encerrados, temerosos y temblones, callados, avergonzados, como corresponde a una sociedad rural oprimida, son interpretados a la perfección por el elenco. Sin embargo algo cojea en el argumento.

«La historia ocurre ahora», como dice uno de los personajes, pero viene de nueva años atrás, así que sobre el escenario se entrecruza el presente con el pasado a través de varios flashback. No hay problema de distinción, el autor y el director han cuidado estos detalles y en pocos segundos uno siempre sabe si está en el presente o en el ayer. Podría ser un elemento que dinamizara la obra, pero recurren a ello en exceso, hasta el punto que se obtiene el resultado contrario: el texto se ralentiza, pues están explicitando algo que ya se viene intuyendo con suficiente fuerza desde mucho antes. Sí, la historia es sencilla y resulta previsible, a mitad de la obra ya no quedan secretos para el espectador pues torpemente ha sido desvelado cada uno de ellos.

Una escena de «La tierra»
Una escena de «La tierra»
Dramáticamente resulta hermoso de qué forma, simulando la cámara rápida del cine, pasa, cuando arranca la obra, toda la historia que se va a contar en unos segundos. Su estética es sobresaliente, pero las pinceladas que deja en la retina se convierten en un poso que destruye toda intención de sorpresa posterior.

La obra tiene grandes momentos y siempre está latente la potencialidad de una historia que puede crecer. Sin duda el momento en el que María (Marta Poveda) le describe a Mercedes (Andrea Soto) cómo es la vida de Madrid es una de las mejores piezas, en pocas palabras cuenta las sensaciones de soledad y distancia que producen las grandes ciudades. O Pilar (Nieve de Medina) con el gesto torcido por la vida. O a Miguel (Raúl Prieto) y a Pozo (Mariano Llorente) tumbados sobre la tierra mientras charlan y comparten una botella que es la vida misma. Se perciben en general las buenas intenciones del autor de crear un texto interesante, pero que no se llega a plasmar del todo, que se ha quedado en un intento.

A la obra le sobra el personaje del fantasma de Juan (Julio Vélez) para explicar al espectador lo mismo que los actores van mostrando, aburre y me vuelve perezoso, para qué interpretar si este señor me va a contar lo que pasa e incluso describir los sentimientos de los otros personajes. El espectador no necesita que se lo den mascado. De la misma forma ocurre con la protagonista, que a veces parece salirse de su cuerpo para hablar en tercera persona de lo mismo que está diciendo, para diseccionar su alma y unos sentimientos que al autor le deben parecer demasiado profundos para ser representados. Son momentos muy literarios pero que puestos sobre un escenario estropean el trabajo de los actores.

La violencia como algo cotidiano forma parte inseparable de la obra y su reflejo sobre las personas consigue resultar impactante. De la misma forma, buena representación de la tradición como un conjunto de respuestas establecidas para conformar el comportamiento que se impone, define todas las posibilidades y supone la carga que los personajes aguantan.

Me dejaba para el final la lluvia, que al final de la obra cae con fuerza sobre la tierra redimida.

A modo de pequeño anecdotario: La historia de «La tierra» es larga y curiosa, así que la resumo. Fue escrita por José Ramón Fernández entre 1994 y 1997. Resultó finalista del premio Tirso de Molina 1998. En ese mismo año el texto fue leído en el desaparecido festival de teatro de Sitges y se publicó en Primer Acto y posterirmente en un libro que también contenía «Para quemar la memoria», lo que propició una lectura dramatizada dirigida por Juan Simón y una puesta en escena de Luisma Soriano en la ESAD de Murcia. Siguieron una lectura dirigida por Luis Miguel González en Madrid y otra dirigida por Horacio Videla en el II Festival de Dramaturgia Europea de Santiago de Chile en 2002. Año también en el que se publica en Internet dentro de la colección de Plácido Rodríguez por Caos Editorial. A principios de 2006, Gerardo Vera se interesa por la obra para el Centro Dramático Nacional, pero el autor se había comprometido con Emilio del Valle y Producciones Inconstantes y la obra se estrena en febrero de 2007. Tras el tiempo de explotación por Inconstantes, Gerardo Vera volvió a plantear la producción por el CDN de este texto, marcando como director a Javier G. Yagüe, con el que el autor había trabajado en la Trilogía de la Juventud («Las manos», «Imagina» y «24/7») en la Cuarta Pared. Mientras tanto el texto se publicó otras dos veces y en el 2009 el texto fue traducido al rumano, griego y francés.

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