En el Centro Dramático Nacional se puede ver un «Drácula» cercano a la novela de Bram Stoker
Viernes 11 de diciembre de 2009. Teatro Valle Inclán. Madrid
Cartel de «Drácula»
¿De qué habla Drácula?, ¿de vampiros?, ¿de demonios aunque sean interiores?, ¿del dolor insoportable?, ¿de aquello que no se cura con medicinas? Todo el mundo cree conocer el personaje de Drácula, no en vano es uno de los mitos sociales que se maneja en nuestra cultura. Quizá pocos han leído el original y lo que reconocen es una imagen transformada por interpretaciones de otras obras y autores, por fragmentos que acercan más al personaje al deseo y al placer buscando una estética determinada.
Este Drácula es fiel al creado por Bram Stoker, considerado por muchos el original, la sorpresa con la que se encontrará el espectador confundido con los otros «dráculas» y al que verá que no conoce tanto. De claro aire romántico, se aleja de la sangre y vísceras que otras iconografías más habituales para traer un personaje reflexivo, acosado por el dolor. Un Drácula que llega a Inglaterra y que por eso se hace peligroso, ya que a nadie molestaba la existencia que llevaba en Transilvania, tierra inculta y salvaje en el que la vida y la muerte son valores que al Occidente de fuera de sus montañas no inquietaban. Pero viene de fuera para quedarse, comenzando su lento proceso de vampirización, con sus normas y pasos, tan alejado del simple mordisco al que nos tienen acostumbrados y más relacionado con un lento vaciar del alma humana. Dejar a su víctima anémica, sin sangre, y algo parecido le pasa a la obra, que pierde fuerza por sus cuatro costados, sin apenas el sostén de algunas ideas desnudas o algún diálogo más dramático dónde las palabras se cargan de intención. Más bien parece un esqueleto sobre el que se habría podido construir una buena obra.
José Luis Patiño, Rocío León, Xenia Sevillano y Rafael Navarro
en una escena de «Drácula»
en una escena de «Drácula»
Se acumula monotonía en las voces y se añade un exceso de contención interpretativa que el director impone, lo que logra enfriar la obra hasta temperaturas invernales. Sin garra, sin sangre, en un ambiente irrespirable de sanatorio, sin altibajos en las voces, sumamente encorsetada, sin divergencia en los tonos. Con todas estas características apenas si deja espacio para el interés del espectador. Le falta vida, sin duda, porque se ha convertido en una mera estampa. Personajes que han dejado de sentir, vencidos, sin luz, es lo que queda.
La obra, de seres solitarios, nos habla de lo que ocurre cuando nos encontramos ante un enfrentamiento inevitable con el dolor, cuando no tenemos capacidad de sobreponernos y todo nos supera. Muestra una falta de objetividad para buscar entre nuestros miedos, la misma que va echando las culpas fuera. Es un buen planteamiento, salvo en que la solución propuesta también carece de objetividad al basarse en unas firmes creencias en lo divino: es quién cree en la cruz quien puede usar la fuerza del símbolo, quien puede borrar de su cabeza los demonios que atormentan a los demás, quien está libre. Una solución que a mí me decepciona.
A modo de pequeño anecdotario: Esta no es una obra con caras conocidas para el gran público. Tanto el director, escenógrafa y todo el elenco, con la excepción de Eduardo Aguirre de Cárcer, provine de la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático). Eduardo Aguirre de Cárcer, además de interpretar a Refield, es también el director musical de la obra.
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