«La ventana» nos muestra ese punto de la vejez en el que el ser humano se convierte en perdedor
Tras un largo recorrido por festivales, el director argentino Carlos Sorín estrena en las salas comerciales su película «La ventana». En España participó en la
Seminci de 2008.
El argumento de la película es sencillo: Antonio (que interpreta Antonio «Taco» Larreta) es un escritor mayor que se encuentra postrado en la cama por una enfermedad. Hoy vendrá a visitarle su hijo, que vive en el extranjero y al que hace muchos años que no ve. Su hijo sin duda se habrá convertido en un extraño. Antonio sabe que es la última oportunidad para que todo salga perfecto, pero, aunque su testarudez no lo reconozca, su cuerpo está ya vencido.
Por la ventana se cuela el paisaje de la Patagonia convertido en un personaje más de la obra y una metáfora de la vida y el tiempo que se van alejando y que el protagonista necesita tocar con sus manos. Son campos de cereales, repletos de luz, con cielos azules con nubes de algodón y extensiones que se confunden con el horizonte. Naturaleza que enseña a Antonio los ciclos de la vida, que unas cosas finalizan para que puedan comenzar otras. Sin duda es la fotografía una de las piezas fundamentales de la película.
Sobre ese paisaje de Bahía Blanca se levanta la Estancia San Juan, una casa señorial en la que vive el protagonista, un claro reflejo de su carácter, el de un hombre que niega su situación desafiando su estado físico con arrogancia, empeñado en un «yo puedo» sin asumir que se trata de una batalla perdida. Esa lucha frente a la derrota segura es quizá el mayor encanto de la película. Sorprende de la casa que parece encontrarse en un lugar perdido del mundo, pero en su interior está llena de ajetreo: la mujer que se encarga de la estancia, el hombre de los recados, la enfermera, el afinador del piano, el médico, los excursionistas, el niño vecino, el hijo y su esposa. Todos van y vienen de un lado para otro en el quehacer de sus tareas diarias, cruzándose y charlando con la cotidianidad propia de la vida, con naturalidad.
Antonio «Taco» Larreta en una escena de «La ventana»
Hablé del paisaje y de la casa, y releyendo veo que no he hecho otra cosa que describir a su protagonista. Sorín no suele utilizar actores profesionales en sus películas. Ésta no es una excepción: ha elegido al escritor, dramaturgo y guionista uruguayo Antonio «Taco» Larreta y sin duda es él quien más impregna de su propia vida al personaje, le traslada su carácter y una mirada afilada de dignidad invencible. «Taco» no es un desconocido: en 1971 obtuvo el Premio Casa de las Américas por su obra teatral «Juan Palmieri». En 1980 ganó el Premio Planeta por su novela «Volavérunt». Entre las películas en las que ha participado como guionista está lo mejor de nuestro cine: «Los santos inocentes», «La casa de Bernarda Alba», «Las cosas del querer», «El maestro de esgrima», «Volavérunt» y «Juana la Loca».
Su interpretación está llena de humanidad, cargada de silencios y gestos que su mirada completa. Arrogante por naturaleza, duro y desafiante. Manda afinar el piano porque él es un hombre de aquellos tiempos en los que no se mostraba el cariño a los hijos, así que busca símbolos para decírselo.
La película, en muchos momentos triste y melancólica, explora el retorno a la infancia en el final de la vida, cuando las personas van sintiendo una cierta lejanía con los afectos y se ven irremediablemente envueltas en la soledad. Conceptos que plasma a la perfección durante la película.
Como decía, su argumento es sencillo, sin que pasen grandes cosas, un retazo de cotidianidad, y apenas nada más.
Carlos Sorín, director de «La ventana» durante la rueda de prensa
Carlos Sorín, durante la rueda de prensa, reconoce no estar obsesionado con la vejez, pero sí interesado en que con la edad se cambia la relación con la realidad, surge una fragilidad especial y «en ese punto todos son perdedores».
Preguntado por Chejov, el director lo muestra como un ejemplo para sus películas en las que no pasa nada, todo es cotidianidad, pero al final estalla la tormenta que ha permanecido latente durante toda la obra. Pero esto es cine, y aquí, según Sorín, las palabras son accesorias, lo esencial es el primer plano y el gesto para que el espectador intuya lo que pasa por la misma situación, no por lo que se le dice. Cuando se reduce la palabra se hace crecer los visual. Dice no entender que las funciones de guionista y editor en el cine no recaigan directamente sobre el director, ya que las entiende esenciales al proceso de autoría. En su caso se encarga él de editar y normalmente también usurpa la labor del guionista. En «La ventana», cuando tenía la historia armada y reafirmado en sus limitaciones como guionista, se decidió a reunirse con el escritor Pedro Maizal buscando otro punto de vista que pudiera darle una visión diferente para aportar a la película.
Sobre «Taco» Larreta dice que añade al personaje su propia dignidad y orgullo. Todo eso estaba mínimamente en el guión y que en el momento de editar ve que resulta algo esencial. La edición es la etapa de reflexión del director.
Durante la película se plasma un sueño del protagonista, para ello se muestra con una película antigua. Preguntado sobre este tema, Sorín comenta que es un recurso narrativo que le sirve para representar, dentro de su poética, ese momento. Encontró que una película rayada en blanco y negro le servía tanto para representar el sueño como el paso del tiempo.
Respecto a sus nuevos proyectos, dice que cuenta con un disco duro en el que los va almacenando, que una veces retoma alguno de ellos y otras recicla personajes. Ahora mismo está trabajando en uno de estos proyectos.
A modo de pequeño anecdotario: Carlos Sorín tiene una política curiosa a la hora de hacer cine: elige actores no profesionales, así que su primer trabajo es encontrar personas parecidas a sus personajes. Cuando encuentra su protagonista intenta conocerlo y reescribe el guión para que así no tenga que interpretar. Para esta película buscaba un escritor con 86 años, con la voz ya quebrada. «Cuando encontré a Taco me salté una de mis normas, nunca doy el guión a los actores, pero en este caso se trataba de un hombre que conocía el mundo del cine y que había escrito muchos guiones, así que entendí que debía dárselo. Él se lo estudió y se lo aprendió perfectamente, con sus puntos y comas, precisamente lo que no quería. Así que pedí a los asistentes que hicieran desaparecer de su camerino el guión y todos los demás que hubiese por el rodaje. Le resultó duro y me dijo que tal vez él no era la persona que yo estaba buscando para el papel. Al final se dejó llevar. Yo quería sacarle lo que es él y después del tercer día comenzamos a conseguirlo».