El director argentino Daniel Veronese adapta La gaviota de Chejov en Los hijos se han dormido
Miércoles 28 de noviembre de 2012. Matadero - Naves del Español. Madrid
¿Por qué? Por la excelente interpretación de un reparto perfecto.
Cartel de la obra de teatro Los hijos se han dormido
Cuando el 17 de octubre de 1896 en el Teatro Aleksandrinski de San Petersburgo se representó por primera vez La gaviota, todo resultó un fracaso. El público abucheaba y su hostilidad intimidó tanto a la actriz Vera Komissarzhévskaya que incluso perdió la voz. Asustado por el desastre, Chejov, al finalizar el segundo acto, se retiró de su asiento y siguió el resto de la representación refugiado entre bastidores. Tras la función se planteó seriamente dejar el teatro por considerar que carecía de talento. Sus amigos le dijeron que las siguientes representaciones estaban siendo un éxito, y Chejov pensaba que simplemente se mostraban amables con él. Cuando al final fue consciente del triunfo pasó de ese abatimiento de quien decide poner fin a una carrera corta como autor teatral a un claro convencimiento de su capacidad como escritor dramático que le sirvió de impulso para desarrollar el resto de sus obras.
Es cierto que lo que Chejov propone es un teatro diferente, complejo y sobre todo hecho de personajes, donde la acción no es fundamental para suscitar preguntas. Son los comportamientos y una especie de imposibilidad de cambio que flota en un ambiente inmovilista lo que nos obliga a rebelarnos, a encontrar que la solución está en tomar las posturas contrarias a lo que hacen sus personajes. Todos ellos muestran puntos en común, son desordenados, viven equivocadamente, están profundamente insatisfechos y son incapaces de resolver sus conflictos. Como si realmente no los entendieran y se empecinaran en seguir por el mismo camino, repitiendo una y otra vez sus errores. En cierta manera los personajes viven ajenos a la situación que están atravesando, la sufren pero no la entienden y se limitan a ignorar la realidad de su alrededor sin fuerzas para enfrentarla. Una especie de paja en el ojo ajeno que vemos con facilidad desde la distancia de un patio de butacas y que en cierta manera sirve para quitarnos la venda. No hay respuestas externas para esa infelicidad propia, Chejov no las ofrece, y Veronese dice de la obra que es «obviamente una presentación del problema sin su correspondiente solución».
Una escena de la obra Los hijos se han dormido con todo el elenco
Los hijos se han dormido tiene un arranque espectacular, lleno de personajes moviéndose y cargados de vitalidad que van sembrando de confrontaciones la escena. Pero eso, la novedad de cada personaje, pasa pronto y no sirve para sustentar toda la obra, así que va levantándose en escena el interior de cada uno de ellos. Surge una fuerte relación con Shakespeare y su Hamlet que nos ahorra preámbulos. Después ocurren varios asuntos importantes pero que suceden tras los bastidores, lejos de la mirada del espectador que por tanto no verá pero que podrá imaginar por las reacciones y las citas del resto de personajes. Y finalmente hay un uso de la repetición para, de forma intuitiva, entender los triángulos -en realidad son figuras geométricas con más lados- y que cada uno de los vértices en realidad se comporta de la misma manera que los otros con el resto. El mensaje es claro: no hay excepciones. Con esas tres técnicas se desarrolla la acción y en toda ellas se intuye la consigna de dirección que dice simplemente «rápido». ¿Por qué así? Quizá para acentuar la fuerza de los discursos.
Me gusta especialmente como se ha jugado marcando la elipsis, esa supresión del tiempo innecesario de la narración que no influye en su continuidad. En la obra a veces resulta excesiva, pero sin embargo funciona bien. Hay conversaciones que se quedan como flotando aunque hayamos cambiado de día en la función y acciones de diferentes tiempos que parecen realizarse en paralelo en la escena. Algo así como si quedasen reminiscencias de las palabras. Los hijos se han dormido es una pelea perdida de antemano contra una infelicidad angustiosa que se va agudizando con el caer del tiempo y sin remedio, por eso la elipsis de ese tiempo marchito, como los propios personajes, resulta tan fundamental.
El humor es la consecuencia de ese hastío existencial y sin embargo resulta un bálsamo para el espectador, un punto de fuga necesario y la muestra de que la inteligencia está presente, aunque ella sola no sirva para encontrar soluciones. No es rival para enfrentarse a los estragos que causan el «plácido acostumbramiento de lo cotidiano, lo banal, lo mínimo». Bajo ese nivel que nos dice que no pasa nada, que todo esta bien, que basta con repetir los esquemas para ser felices, late una profunda insatisfacción humana. No interferir nos destruye, hacer requiere estar hecho de otra pasta. ¿Para qué vivir entonces?
Chejov consigue dotar a sus personajes de una textura diferente y difícil de llevar a un escenario, pues todo el peso dramático está en ellos y no en una acción circunstancial que no es otra cosa que el entorno en el que se mueven. Ese carácter que tienen los personajes y la dirección de su discurso es todo lo que ofrecen a los actores que deben vestirlos. A priori son un peso muerto que hay que levantar. Susi Sánchez, Ginés García Millán, Malena Alterio, Alfonso Lara, Miguel Rellán, Malena Gutiérrez, Diego Martín, Pablo Rivero, Aníbal Soto y Marina Salas se calzan sus papeles como trajes hechos a medida, sin fisuras, como una segunda piel.
Es curioso que ninguno de los conflictos terminen por resolverse en Los hijos se han dormido y que sin embargo se salga de la representación con la sensación de haber aprendido.
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