Ariadna Gil, Emma Suárez y José Luis García-Pérez, un reparto de lujo para la obra de Pinter que dirige Ricardo Moya en la sala pequeña del Teatro Español
Miércoles 20 de junio de 2012. Teatro Español. Madrid
Cartel de la obra de teatro Viejos tiempos
A pesar de esa dificultad, la de hacer sentir a quien asiste como si se hubiera quedado a medias, sin terminar de entender todo lo que ocurre, ni siquiera por qué suscede, parece que los teatros madrileños se están saturando de sus obras en los últimos tiempos. Raro es el mes en que no hay una de sus piezas en cartelera. Como si aquí todo el mundo estuviese descubriendo al autor ahora y la curiosidad por él fuera inmensa. Me he preguntado muchas veces si esa obsesión no estará en los directores e intérpretes y en el reto personal que supone llevar a Pinter a un escenario. Tal vez simplemente sea el momento y que esta situación crítica que atraviesa Europa resulta que se parece demasiado al vacío en el que se mueven los personajes de Pinter. Es quizá que ya no tenemos motivos heroicos para vivir, que somos una sociedad agotada y derrochadora, que todo pasó hace veinte años y desde entonces solo esperamos, solo nos consumimos.
Dice Anna que «hay cosas que uno recuerda aunque nunca hayan ocurrido». En los Viejos tiempos se abunda en los temas de la realidad y la memoria; se investiga a través de la función ese proceso en el que vamos descubriendo que no hay una realidad, sino que existe aquello que recordamos; pero que el recuerdo va variando, construyéndose desde el presente. Los tres personajes se cuentan historias que vivieron entre ellos hace veinte años, que les involucran. En cierta manera, cada uno de ellos las escucha como si le hubieran ocurrido a otros, incapaces los tres de coincidir nunca en un instante del recuerdo que han ido transformando una y otra vez, hasta que parece como si nunca hubiera tenido lugar. Son puntos de vista que difieren y que va alejando irremisiblemente a los personajes unos de otros. La realidad no es lo que ocurrió, es lo que recordamos. Ese recuerdo convertido en «verdad» es el motivo de los conflictos y a la vez el arma que cada uno despliega sobre el tablero del presente.
Emma Suárez, Ariadna Gil y José Luis García-Pérez en una escena de la obra Viejos tiempos
El cinismo y la ironía se van desenvolviendo sobre el escenario, con la típica cortesía y corrección de los ingleses, con el regusto que tienen por el uso exquisito de las palabras y por esconder bajo ellas un puñal con el que atravesar al enemigo. Las conversaciones se convierten en una especie de juego, muchas veces de tenis, donde abunda una trivialidad sobre la que camuflar los instintos y los deseos, contenidos, sin dejar que afloren del todo, cociéndolos en su propio caldo y a punto de explotar.
Entre las dos mujeres, el hombre siempre parece estar al margen, en otro plano. Por mucho que lo intente no logra acercarse. Solo confía en la suerte y el ingenio, en hacer algo que se interprete desde el otro lado como una gran hazaña. Pero no sabe qué. No le sirven sus palabras, no le valen sus historias. Anna está por encima de todo, nada la hiere, solo quiere recordar el pasado en este presente, saber lo importante que fue en los mejores años de su vida, donde pasó todo. Kate no se define, está encerrada en sí misma, obsesionada con la soledad y la limpieza. Dice que le eligió a él hace veinte años porque sabía que no iba a dejar que ella estuviera sucia. Gira de uno a otro ajena a la propia pelea.
Explica Ricardo Moya, director de la función, que Viejos tiempos fluye primero de atrás y luego de dentro. Parece un galimatías, pero describe muy bien una función en la que presente y pasado confluyen en el ahora que es único tiempo que vale. Los personajes tienen un pasado que recrean a su completo interés, lo construyen en el momento desde su interior y al hacerlo ellos mismos también se transforman.
Los actores van desnudando su alma para construir sus personajes y lo hacen sobre un texto que no se explica, que simplemente pasa en el momento de la representación para que alguien lo mire, sin otro objetivo. En la obra abundan los silencios, molestos en cualquier conversación, con los que se incomoda al espectador. Son tiempos muertos de espera en los que quien observa debe darle vueltas a dónde está, preguntándose que hace allí y qué le importa todo esto que se ha parado a ver. Es ese momento que sirve para el análisis y también para crear las expectativas. Es un teatro humano, de gestos, de intenciones por descubrir, de proximidad con el espectador para que pueda participar. Solo en un sala pequeña se pueden establecer los lazos entre las dos partes, un lugar en el que desde cualquier butaca se pueda percibir con el mayor detalle todo lo que pasa sobre el escenario. Sino toda complicidad se pierde.
Viejos tiempos le muestra al observador lo cotidiano para que se haga sus propias preguntas. Al salir, cada cual habrá visto una obra diferente, y eso ocurre porque el autor entrega muy poco al espectador, y es éste quien debe poner de su parte, tanto que al final buscará hilos de los que tirar y lo hará basándose en su propia experiencia. Son nuestras situaciones, nuestras ideas, nuestros miedos los que cada uno va poniendo en lo que ve sobre el escenario, mecido y arrullado por lo que va escuchando decir a los personajes. Es un teatro en el que de unas coincidencias personales cada uno construirá otras conclusiones.
Tal vez Pinter, mientras escribía esta obra, se preguntaba qué ocurre con los demás y qué queda de la realidad tras el paso del tiempo. Quiza Kate nos conteste por el autor: «Él me preguntó una vez, sobre esa época, quién había dormido en esa cama antes que él. Yo le dije que nadie. Nadie en absoluto».
A modo de pequeño anecdotario: Además de dramaturgo, Harold Pinter fue director de teatro, poeta y activista político que hizo pública su oposición a la política exterior de Estados Unidos y del Reino Unido. En los inicios de su carrera llegó a actuar en varias compañías de teatro de repertorio, en una de ellas lo hizo bajo el seudónimo de David Baron.
Respecto a Viejos tiempos, en España se representó por primera vez en 1974, tres años después de que la Royal Shakespeare Company la estrenara en el teatro Aldwych de Londres. Aquí fue en el Teatro Eslava de Madrid. La obra la dirigía Luis Escobar y estuvo interpretada por Irene Gutiérrez Caba, Lola Cardona y Paco Rabal.
2 comentarios:
Yo la ví en el Eslava con un reparto y dirección muy superior a esta reposición, aunque reconozco que me ha gustado el trío actual.
Me sorprende la poca consideración que se tiene en España con los montajes originales. Leyendo el programa parece que sea ahora el estreno.
Es bueno recuperar obras con calado y que nos obligan a pensar. Lo que es nuevo es el montaje y alguna revisión del texto que han hecho. En el encuentro con el público sí que citaron el montaje de Luis Escolar y comentaron que habían tomado la traducción de Luis Escobar para esta versión. De todas formas hay que reconocer que no ha sido una pieza muy representada. Del estreno en el Eslava han pasado la friolera de 38 años.
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