Una buena oportunidad para ver el cine de aquel país que no suele llegar a nuestras carteleras
Cartel de la película Kriegerin (La guerrera)
Kriegerin (La guerrera) es una película sobre el avance de los grupos de extrema derecha en Alemania y en toda Europa. La ideología neonazi es simplista, no se preocupa de la complejidad. Le basta decir somos los mejores y esto es una guerra contra los otros. Crece sobre todo en épocas de crisis, cuando se trata de repartir entre menos (si hay poco todo nuestro), pero al final no deja de ser un callejón sin salida. Así nos lo cuenta su director, David Wnendt, en la película, preocupado por cómo se están extendiendo estos grupos en las zonas rurales y entre los más jóvenes, en lugares en los que apenas hay inmigración.
Para hablar de las causas Kriegerin (La guerrera) apunta en dos sentidos. El primero es el hastiazgo social de nuestros jóvenes, convertidos en nihilistas y sin ninguna esperanza puesta en su vida futura: no nos espera otra cosa que más de lo mismo porque no hay solución. Descontento y malestar son un excelente germen para echar la culpa al diferente. La segunda de las causas está ligada a un sistema educativo en el que no aparece la política como un elemento importante. Los padres y madres no quieren hablar a sus hijos de esos temas porque sienten el fracaso de su generación en las ideas políticas que alimentaron pero que no implantaron.
Es una película interesante, bien intencionada, que se deja ver y en la que su iconografía resulta tremendamente realista. Pero la ficción que narra es poca cosa. Tal vez se deba tomar como un aviso ante el fascismo que está volviendo y una manera de señalar a los jóvenes que no hay vuelta atrás cuando se elije ese camino, que es una senda llena de acciones malas y de remordimientos de conciencia que nos invalidan como personas. El mal camino siempre es más corto, pero debemos trabajar para que nuestra sociedad prefiera el más complejo, el que nos tiene a todos en cuenta por igual, sin privilegios tan absurdos como el país en el que uno ha nacido. No hay razas superiores.
Cartel de la película Halt auf freier Strecke (Stopped on Track)
Asistimos impertérritos al lento hundimiento de toda una familia condensado en dos horas, a una cierta emotividad difícil de expresar y a la angustia de enfrentarse a la muerte sin esperanzas. La enfermedad siempre gana con su duro proceso donde los síntomas van anulando al protagonista como persona. Utiliza como memoria unos pequeños vídeos que va grabando en su iphone a modo de diario y como único sustento racional de lo que fue y de lo que está perdiendo.
La vida se para ante una tragedia, cada uno de los planes se abandona y una patina gris lo va envolviendo todo. Silencios, gritos, angustia y desolación. Los días pasan y no traen nada nuevo, solo la desesperanza de ir descubriendo los estragos de la enfermedad, de perder el control de las ideas, las palabras, los movimientos y hasta del propio cuerpo que ha dejado de responder. Nada funciona.
Es interesante en Halt auf freier Strecke (Stopped on Track) el tratamiento que se utiliza de los demás frente a la enfermedad, esa forma indirecta de padecer con el paciente y ese agotamiento diario hasta no poder más. Cada uno intenta abordarlo como puede, preguntándose cuál es la mejor manera de actuar ante el enfermo, esforzándose por comunicar no sabe qué, transmitiendo unos ánimos que no se mantienen con el paso de los días y descubriendo que el cariño no es suficiente para soportar lo que ocurre. Lo más doloroso es sin duda ese camino hacia un quedarse solo entre los demás, aquellos que más te quieren y que no saben cómo ayudar, ni pueden hacerlo.
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