Philippe Le Guay cuenta que las criadas españolas llenaron de vida el París de los años sesenta
Cartel de la película Las chicas de la 6ª planta
La sexta planta, el lugar de los trasteros, es donde viven las criadas españolas, en pequeños habitáculos de unos pocos metros cuadrados, con un camastro y un baño común para todas que no funciona como les gustaría. No tienen agua corriente, así que cada mañana recurren a llenar una palangana con agua fría para asearse. Y todo ello a unos metros de sus patrones, que viven abajo, en los lujosos pisos del mismo edificio. Y sin embargo la distancia entre unos y otros es casi infinita, la misma que nos separa de la luna, el mismo imposible de dos mundos en las antípodas que se pudieran rozar.
Sin embargo, Las chicas de la 6ª planta no es en esencia una película social, aunque juegue cerca y se deje arrastrar en algunos momentos por un mensaje un punto más comprometido. La película es ante todo una comedia romántica y un despertar hacia un mundo desconocido y lejano que, paradojas de la vida, se encuentra dentro del mismo hogar. Habla de la sorpresa de toparse con unas personas con las que no se comparte nada, a las que se les da órdenes y solo se espera de ellas que las cumplan, porque en el fondo se supone que no tienen vida fuera de este trabajo. Y sin embargo esas rotundas españolas son capaces de enseñarle a su protagonista lo fundamental de la vida, la esencia de saberla compartir. Es la historia de una alegría contagiosa, del talante de quienes menos tienen y más dan.
Natalia Verbeke y Fabrice Luchini en una escena de la película Las chicas de la 6ª planta
A Monsieur Joubert (Fabrice Luchini), con una vida un tanto hastiada donde su mayor preocupación era que en el desayuno le sirvieran los huevos con una cocción en agua de tres minutos exactos, le venía haciendo falta encontrar la libertad de salirse del camino marcado. Así, dejarse seducir por el descubrimiento de un nuevo mundo al que no había ni mirado, le supone una emoción que le agita y le empuja a buscarse a sí mismo, fuera de estereotipos, en lo que aún mantiene de humanidad. Se vuelve bondadoso y se va sintiendo feliz con las elecciones que va tomando. Libre por primera vez.
En la protagonista, María (Natalia Verbeke), no está tan claro el motor de sus decisiones. Es impulsiva, descarada, pero sobre todo hacendosa y buena cumplidora. El perejil lo encuentra en la satisfacción de haber seducido. El resto de las criadas españolas buscan cada una su sueño. Concepción (Carmen Maura) ganar lo suficiente para terminar de construir una casa en el pueblo. Carmen (Lola Dueñas) dar con la sociedad justa para el ser humano. Dolores (Berta Ojea) vivir sin preocupaciones mirando siempre hacia España, sin perder sus raíces para quizá volver un día allí en una situación mejor. Teresa (Nuria Sole) en encontrar un marido francés. Pilar (Concha Galán) no quiere sufrir más. Todas ellas son mujeres que llegaron sin nada, que estuvieron aisladas en una ciudad desconocida con otro idioma y costumbres diferentes, cargando con el sufrimiento que produce estar lejos de sus familias y del hogar, pero llenas de un coraje decisivo.
Suzanne (Sandrine Kiberlain), la esposa de Joubert, por contraste, es una mujer un tanto superficial que se ha acostumbrado a una agotadora vida de compromisos sociales y partidas de cartas con las amigas. Apenas sabe ya comunicarse con su marido. Tienen dos niños repelentes, sabiondillos y metemeentodo. Los tres, madre e hijos, sirven para medir la magnitud de la sorpresa y hacer de contrapeso de lo aburrido en la vida de Joubert, aunque ellos tampoco tengan la culpa de las decisiones que no se toman.
Un factor importante en todo ese mundo de las criadas españolas es la iglesia como centro cultural y punto de encuentro de cualquier actividad. En la calle de la Pompe se encontraba la Iglesia española de París dirigida por el Padre Chuecan. Allí se rezaba y también se reunían las mujeres para hablar de sus cosas, para vivir con solidaridad y como no, para hacer las entrevistas de trabajo. Si alguien buscaba una chica española, debía pasar por aquella iglesia. En la película aparece retratada con sus misas a primerísima hora de la mañana, para que no interfiriera nunca con el trabajo, y los cánticos religiosos en español.
La verdad es que si solo buscase entretenimiento, en Las chicas de la 6ª planta lo encontraría y tendría suficientes motivos para valorar el lado positivo de la vida. Pero pienso que el cine que carece de un cierto contenido de mayor profundidad se me queda cojo. No me gustan las comedias dulces. Es cierto que agradezco las risas que me provocan, y en este caso fueron muchas, pero cuando vuelvo a casa, me duelen; me supera ese conformismo con la vida tal y como está, ese mensaje de silencio y sacrificio para aceptar el mundo sin querer cambiarlo. Me horrorizan esos mensajes que nos llaman a asumir la pirámide social porque entre los que mandan hay individuos caritativos, que es natural el dominio de unas clases sobre otras por el hecho de tener más capital, que vivimos sometidos a un sistema que se considera «el más justo» y que por tanto no hay motivos ni para mejorarlo ni para rebelarnos. Hablo de esas películas con un nivel de reivindicación que calma conciencias pero que termina diciendo que cada cuál debe seguir en su lugar, las que escriben aquellos que vienen de una clase acomodada y que ven la vida desde arriba, con sus pequeñas frivolidades.
Y a pesar de mis quejas por la falta de implicación social en un tema que me parece que se merece un tratamiento más directo, recomiendo Las chicas de la 6ª planta. Lo hago por su frescura, por el divertido juego que en pantalla surge con las conversaciones que empiezan en francés y terminan en castellano, por la vitalidad y por la ternura de unas cuantas miradas demasiado inocentes. Por mirar un poco hacia atrás con inocencia.
Eso sí, hay que elegir verla en versión original subtitulada.
A modo de pequeño anecdotario: Confiesa Philippe Le Guay, el director de Las chicas de la 6ª planta, que el proyecto surgió a partir de un recuerdo de infancia. Sus padres emplearon a una criada española llamada Lourdes, y pasó sus primeros años de vida con ella, con quien compartió la mayoría del tiempo, más incluso que con su propia madre. No es extraño que terminase hablando un revoltijo entre el francés y el español. Le Guay dice no tener recuerdos concretos de aquellos años, pero que su madre siempre le ha hablado de ellos. Más tarde, viajando por España, algo le encajó de repente al conocer a una mujer que le contó cómo había vivido durante los años 60 en París. Se apoderó de él la idea de hacer una película sobre la comunidad de criadas españolas. Escribió una versión inicial del guion con Jérôme Tonnerre en la que se narraba la historia de un adolescente descuidado por sus padres que encuentra refugio y protección entre las criadas de su edificio. Al no conseguir hacer la película cambió el punto de vista e imaginó al padre introduciéndose en el mundo de la sexta planta. Salió una película distinta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario