viernes, 15 de junio de 2012

Las chicas de la 6ª planta, la buena voluntad

Philippe Le Guay cuenta que las criadas españolas llenaron de vida el París de los años sesenta

Cartel de la película Las chicas de la 6ª planta
Cartel de la película Las chicas de la 6ª planta
Las chicas de la 6ª planta se sitúa en el París de 1962, al terminar la guerra de Argelia, en la Francia que dirigía Charles de Gaulle, para mostrar las relaciones entre una clase social alta que no sabe llevar una casa sin servicio y las invisibles mujeres que se encargan de ello. Detrás de su elegancia, el francés acomodado de los años sesenta escondía una vida llena de monotonía, dedicada al negocio y a la familia, y con apenas algún aliciente más que podía proporcionarle una pequeña y obligada vida social. Una existencia apacible, tranquila y sin el menor sobresalto. Nada que ver con el impulso vital con el que se movían constantemente las criadas españolas que emigraron a Francia, las que tenían por delante una vida de complicaciones y sacrificios con la que intentar ayudar a sostener la economía familiar a través de un empleo que en España no podían conseguir. Fueron muchas las españolas que se marcharon a Francia a servir, para ganarse la vida con su honradez y su trabajo. Aquellos eran tiempos de esfuerzo, ¿pero cuándo no lo han sido?, ¿es que alguna vez hay épocas de holganza para la clase obrera? A veces, por muchos años que pasen, nos levantamos dándonos cuenta de que todo sigue por hacer en cuanto a las diferencias, que el ser humano apenas si ha progresado sobre la faz de la tierra, que se mantienen en vigor los mismos esquemas de siempre.

La sexta planta, el lugar de los trasteros, es donde viven las criadas españolas, en pequeños habitáculos de unos pocos metros cuadrados, con un camastro y un baño común para todas que no funciona como les gustaría. No tienen agua corriente, así que cada mañana recurren a llenar una palangana con agua fría para asearse. Y todo ello a unos metros de sus patrones, que viven abajo, en los lujosos pisos del mismo edificio. Y sin embargo la distancia entre unos y otros es casi infinita, la misma que nos separa de la luna, el mismo imposible de dos mundos en las antípodas que se pudieran rozar.

Sin embargo, Las chicas de la 6ª planta no es en esencia una película social, aunque juegue cerca y se deje arrastrar en algunos momentos por un mensaje un punto más comprometido. La película es ante todo una comedia romántica y un despertar hacia un mundo desconocido y lejano que, paradojas de la vida, se encuentra dentro del mismo hogar. Habla de la sorpresa de toparse con unas personas con las que no se comparte nada, a las que se les da órdenes y solo se espera de ellas que las cumplan, porque en el fondo se supone que no tienen vida fuera de este trabajo. Y sin embargo esas rotundas españolas son capaces de enseñarle a su protagonista lo fundamental de la vida, la esencia de saberla compartir. Es la historia de una alegría contagiosa, del talante de quienes menos tienen y más dan.

Natalia Verbeke y Fabrice Luchini en una escena de la película Las chicas de la 6ª planta
Natalia Verbeke y Fabrice Luchini en una escena de la película Las chicas de la 6ª planta
Philippe Le Guay logra dotar a su película de un aire festivo que traspasa la pantalla con la vitalidad que desprende el estupendo elenco de actrices elegidas. Juntas todas ellas forman un remolino arrebatador de alegría, sentimientos y emociones. Ese aire es lo más potente de la película, más que el dudoso camino de salvación por el que se va deslizando su protagonista a través de su proceso de enamoramiento que le lleva a una cierta idiotización un tanto divertida, pero intrascendente en el fondo. Las chicas de la 6ª planta frivoliza y juega con el choque cultural que le produce a la clase acomodada descubrir a quienes habitan esa sexta planta, a esas mujeres que forman otra comunidad, que hablan muy deprisa en castellano, que comen tortilla y paella, que van a misa a diario, que pasaron una guerra y la dictadura fascista del general Franco después, pero que aún así tiran para delante y le sacan el jugo a la vida sin perder una sonrisa, sin dejar de agacharse a socorrer a una compatriota que lo necesita. Un grupo de mujeres solidarias, que entienden que lo que le pasa a cada una de ellas les ocurre a todas y que si no se ayudan entre sí, estarán totalmente perdidas y solas en una ciudad que no es la suya, ni nada tiene que ver con ella.

A Monsieur Joubert (Fabrice Luchini), con una vida un tanto hastiada donde su mayor preocupación era que en el desayuno le sirvieran los huevos con una cocción en agua de tres minutos exactos, le venía haciendo falta encontrar la libertad de salirse del camino marcado. Así, dejarse seducir por el descubrimiento de un nuevo mundo al que no había ni mirado, le supone una emoción que le agita y le empuja a buscarse a sí mismo, fuera de estereotipos, en lo que aún mantiene de humanidad. Se vuelve bondadoso y se va sintiendo feliz con las elecciones que va tomando. Libre por primera vez.

En la protagonista, María (Natalia Verbeke), no está tan claro el motor de sus decisiones. Es impulsiva, descarada, pero sobre todo hacendosa y buena cumplidora. El perejil lo encuentra en la satisfacción de haber seducido. El resto de las criadas españolas buscan cada una su sueño. Concepción (Carmen Maura) ganar lo suficiente para terminar de construir una casa en el pueblo. Carmen (Lola Dueñas) dar con la sociedad justa para el ser humano. Dolores (Berta Ojea) vivir sin preocupaciones mirando siempre hacia España, sin perder sus raíces para quizá volver un día allí en una situación mejor. Teresa (Nuria Sole) en encontrar un marido francés. Pilar (Concha Galán) no quiere sufrir más. Todas ellas son mujeres que llegaron sin nada, que estuvieron aisladas en una ciudad desconocida con otro idioma y costumbres diferentes, cargando con el sufrimiento que produce estar lejos de sus familias y del hogar, pero llenas de un coraje decisivo.

Suzanne (Sandrine Kiberlain), la esposa de Joubert, por contraste, es una mujer un tanto superficial que se ha acostumbrado a una agotadora vida de compromisos sociales y partidas de cartas con las amigas. Apenas sabe ya comunicarse con su marido. Tienen dos niños repelentes, sabiondillos y metemeentodo. Los tres, madre e hijos, sirven para medir la magnitud de la sorpresa y hacer de contrapeso de lo aburrido en la vida de Joubert, aunque ellos tampoco tengan la culpa de las decisiones que no se toman.

Un factor importante en todo ese mundo de las criadas españolas es la iglesia como centro cultural y punto de encuentro de cualquier actividad. En la calle de la Pompe se encontraba la Iglesia española de París dirigida por el Padre Chuecan. Allí se rezaba y también se reunían las mujeres para hablar de sus cosas, para vivir con solidaridad y como no, para hacer las entrevistas de trabajo. Si alguien buscaba una chica española, debía pasar por aquella iglesia. En la película aparece retratada con sus misas a primerísima hora de la mañana, para que no interfiriera nunca con el trabajo, y los cánticos religiosos en español.

La verdad es que si solo buscase entretenimiento, en Las chicas de la 6ª planta lo encontraría y tendría suficientes motivos para valorar el lado positivo de la vida. Pero pienso que el cine que carece de un cierto contenido de mayor profundidad se me queda cojo. No me gustan las comedias dulces. Es cierto que agradezco las risas que me provocan, y en este caso fueron muchas, pero cuando vuelvo a casa, me duelen; me supera ese conformismo con la vida tal y como está, ese mensaje de silencio y sacrificio para aceptar el mundo sin querer cambiarlo. Me horrorizan esos mensajes que nos llaman a asumir la pirámide social porque entre los que mandan hay individuos caritativos, que es natural el dominio de unas clases sobre otras por el hecho de tener más capital, que vivimos sometidos a un sistema que se considera «el más justo» y que por tanto no hay motivos ni para mejorarlo ni para rebelarnos. Hablo de esas películas con un nivel de reivindicación que calma conciencias pero que termina diciendo que cada cuál debe seguir en su lugar, las que escriben aquellos que vienen de una clase acomodada y que ven la vida desde arriba, con sus pequeñas frivolidades.

Y a pesar de mis quejas por la falta de implicación social en un tema que me parece que se merece un tratamiento más directo, recomiendo Las chicas de la 6ª planta. Lo hago por su frescura, por el divertido juego que en pantalla surge con las conversaciones que empiezan en francés y terminan en castellano, por la vitalidad y por la ternura de unas cuantas miradas demasiado inocentes. Por mirar un poco hacia atrás con inocencia.

Eso sí, hay que elegir verla en versión original subtitulada.

A modo de pequeño anecdotario: Confiesa Philippe Le Guay, el director de Las chicas de la 6ª planta, que el proyecto surgió a partir de un recuerdo de infancia. Sus padres emplearon a una criada española llamada Lourdes, y pasó sus primeros años de vida con ella, con quien compartió la mayoría del tiempo, más incluso que con su propia madre. No es extraño que terminase hablando un revoltijo entre el francés y el español. Le Guay dice no tener recuerdos concretos de aquellos años, pero que su madre siempre le ha hablado de ellos. Más tarde, viajando por España, algo le encajó de repente al conocer a una mujer que le contó cómo había vivido durante los años 60 en París. Se apoderó de él la idea de hacer una película sobre la comunidad de criadas españolas. Escribió una versión inicial del guion con Jérôme Tonnerre en la que se narraba la historia de un adolescente descuidado por sus padres que encuentra refugio y protección entre las criadas de su edificio. Al no conseguir hacer la película cambió el punto de vista e imaginó al padre introduciéndose en el mundo de la sexta planta. Salió una película distinta.

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