Hace dos semanas a estas horas estaba en un taller literario impartido por Luis Landero en la Casa Encendida. Nos propuso un tema para que comprobáramos que se puede escribir de cualquier asunto; de todos tenemos algo que decir. Nos dictó sólo una regla, que deberíamos comenzar el relato diciendo «el panadero de mi barrio».
Me resulta muy difícil escribir sobre mí mismo y «el panadero de mi pueblo» me trae a cuestas en sus cestos de pan mi infancia. Voy a intentar dibujar la historia. Nací en un pueblecito de la Ribera del Órbigo en León dónde viví hasta los tres años. Compartíamos casa con mis abuelos maternos. Mi nacimiento me había convertido en el primer nieto por ambas partes, lo que estableció un vínculo muy fuerte, especialmente con mi abuelo Elías (el padre de mi madre). Cuando cumplí tres años cambiamos de ciudad varias veces hasta que nos establecimos finalmente en León capital. Mis cuatro abuelos se quedaron en Carrizo.
El panadero de mi pueblo, el señor Antón, venía en su furgoneta citroên dos caballos a la capital dos veces por semana a vender su pan: los miércoles y los sábados. También pasaba por nuestra casa ya que nosotros le comprabamos a él nuestro pan.
Cuando cumplí seis o siete años Antón pasó a desempeñar un papel muy importante e ilusionante en mi vida que se repetiría hasta los doce o trece años. Muchos sábados, cuando llegaba la primavera, venía con él mi abuelo Elías. Recuerdo esos sábados en que Antón tocaba el timbre, gritaba «el panadero» y yo bajaba corriendo las escaleras, empujando a mi madre incluso, para ver si había venido mi abuelo. Si estaba significaba que había venido por mí para llevarme al pueblo. Todos hacíamos un poco el paripé, mi abuelo le decía «siento haber venido sin avisarte, pero me gustaría llevarme a Javi el fin de semana». Mi madre en principio se negaba, para que yo rogase un poco y al final cedía y me iba con ellos. Si todavía tenía colegio mis padres irían el domingo a recogerme, si por el contrario, estaba de vacaciones esas estancias solían prolongarse durante varias semanas y algunos años incluso todo el verano.
Recuerdo esos viajes en que yo me sentaba atrás, entre todo el pan, e íbamos recorriendo el resto de la ruta; de cómo abría la puerta de atrás y Antón me pedía hogazas o barras de pan que yo iba escogiendo y entregándole. «Una barra de pan que esté muy cocida» y me iba al cesto y buscaba la que mejor cumplía el requisito. Las señoras me hacían mimos y carantoñas, mientras mi abuelo me miraba y yo me reía. Creo que en aquellos momentos los ojos de mi abuelo me hacían sentirme importante y querido; me decían que yo podía ser feliz y llegar a donde quisiera.
Recuerdo también la amistad que se tenían ambos; aquellas mañanas en que íbamos los dos a verle hacer el pan. Recuerdo el olor de la harina, mis manos jugando con la masa como si fuera plastilina y sus voces, charlando siempre de política.
martes, 8 de marzo de 2005
El panadero de mi pueblo
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2 comentarios:
Tu relato me ha transportado a una época en la que todo me parecía mucho más 'de verdad'. Puedo imaginar perfectamente ese niño de corta edad, la mirada cómplice del abuelo, el disfrute a muy bajo coste de la amistad entre Antón y el abuelo, el olor a harina, el tacto de la masa y de las cosas 'bien hechas' o al menos hechas 'con cariño'. ¡Afortunado tú!
Quizá entonces las personas estaban más próximas, no necesitábamos "comprar" tantas cosas para ser felices.
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