martes, 22 de marzo de 2005

El escribiente de Gorkel (I)


I. Dentro del castillo.

- La tierra es lenta, absurdamente lenta -con estas palabras Dádemo, el filósofo, hablaba a su discípulo Garamiel.

Dicen de Dádemo, en esta tierra de Gorkel, que es un griego -de la Grecia de Sócrates- y que un rayo cósmico le ha transportado a través del tiempo. No obstante, yo, el narrador omnisciente, sé que es falso. Dádemo nació en esta tierra oscura de Gorkel una tarde de mayo, hace cuarenta y dos años. Era una tarde calurosa que convirtió el parto en puro dolor -la parturienta, tras dar a luz, murió-. Así, abandonado en el bosque creció lejos de todos, sin ser visto.

Garamiel lloraUna tarde, ya cumplidos los diez años, apareció desnudo en la plaza del pueblo. Los vecinos perplejos le examinaron de arriba a abajo; le hicieron miles de preguntas, pero Dádemo aún no sabía hablar, así que levantó su largo dedo índice y señaló hacia el sol. De esta forma se escribió la primera página de su leyenda. Dádemo, divertido con ella, jamás desmintió una sola palabra.

Garamiel, mientras, se arañaba con sus dedos la cabeza en un intento de repetir el gesto de su maestro al mesarse los cabellos. Tomó aire e interrogó:

- ¿Por qué?

La pregunta no sorprendió al maestro que se levantó y mirando al discípulo dijo:

- Cambian los hombres, pero la tierra es siempre la misma. Tal vez existan entes estáticos y entes dinámicos y otros intermedios. La tierra es lenta, mucho más que la mano que la labra. Ahora vámonos, falta poco para que anochezca.

Aquellos fueron días de oscuras entelequias para Garamiel. El nada sabía -ni le importaba- de su futuro, el cual, la Corte -o el castillo si hablamos con palabras de Garamiel- había decidido. Sólo recuerda un caballero que detiene su caballo frente a la choza de sus padres, que desmonta y que le habla en susurros a su madre. Dos noches después Dádemo se acerca y la madre le entrega a su hijo:

- Ve con él y obedécele en todo.

No hubo lágrimas, pues a fin de cuentas era una boca menos que alimentar en tiempos difíciles. Dádemo condujo en silencio al muchacho hasta su casa: otra triste choza, tan pobre como la de sus padres, con el fuego de la chimenea casi muerto; le señaló un jergón con una manta y se fue dejándole solo. Garamiel no logró dormir aquella noche, los ojos abiertos como platos examinaban su nuevo hogar. Rincones sucios, desorden, mugre... Al fin amaneció y Dádemo regresó.

- Nada temes de mí, pues no has huido -dijo blandiendo su largo dedo índice.

Cierto es, Garamiel no huyó a pesar de que su cabeza se obstinaba en decirle que aquel lugar no sería el hogar donde saciaría su hambre.

- ¿No podrías darme algo de comer?

La voz suena indecisa y el tono es casi un susurro; pero Dádemo no se compadece, sabe que para ser un buen maestro debe mostrarse tan duro como una roca. Al menos al principio. La roca cae desde las alturas de una torre para entrar con fuerza en el agua del río que baja salvaje haciendo remolinos. Eso pensaba mayestático.

- No tengo nada que darte, salvo mis palabras y alguna que otra paliza si persistes en no entenderlas.

Garamiel cubrió sus ojos con las manos, pues no quería que le vieran llorar. Le dolía en el alma aquella falta de sentimientos y pensó que ya nunca más volvería a tener la suerte de su lado, pues su destino -escrito en las estrellas que soñaba con un día poder leer- se había vuelto lúgubre; tan negro como el corazón del propio Dádemo- ¡Qué equivocado estaba!