Robert Guédiguian pone patas arriba nuestra conciencia con su cine coherente de principios sólidos
Cartel de la película Las nieves del Kilimanjaro
Cuando arranca, la primera impresión que se tiene es la estar ante una película social que va a poner el dedo en un gran conflicto colectivo. En el puerto de Marsella también hay crisis, así que la empresa ha pactado con los sindicatos un número de despidos para poder continuar funcionando. Michel (Jean-Pierre Darroussin) es un líder sindical al que en el sorteo le toca ser uno de los despedidos. Recoge sus cosas y se va al paro. Tiene una edad en la que sabe que difícilmente va a poder encontrar otro trabajo. Lo asume y aprovecha su tiempo para hacer todo aquello que se le había quedado pendiente y también para ser el abuelo, el padre y el marido perfecto. Se lo toma bien, pues en el fondo es feliz viviendo, después de 30 años, con el mismo amor por su mujer Marie-Claire (Ariane Ascaride). Michel no tiene problema en pasar a un segundo plano, en que sea el sueldo que gana su esposa cuidando ancianos el único que entre en casa. Son una pareja perfecta que ya tiene su vida hecha. Así que la segunda impresión que le asalta al espectador es la de que Robert Guédiguian nos va a suavizar la historia con un poco de dulzura y cariño, para que aprendamos de la tragedia. Pero lo que hace el director es ponerlo todo patas arriba: enfrentarnos a un drama personal en el que podemos elegir el camino fácil -el que cumple el expediente, el que la sociedad considera normal- o el de la coherencia más allá de los límites -el que no traiciona nuestras ideas con los hechos aunque nos llamen tontos-. No es una decisión fácil, lo habitual es dejarse caer por la pendiente en lugar de gastar fuerzas escalando.
Michel podría haber usado sus influencias sindicales para que su nombre no hubiera estado en la urna del sorteo con el que arranca la película. Pero es un hombre honrado que no quiere privilegios, que asume las decisiones políticas que toma, que cree en la justicia y en la clase obrera, que nunca haría mal a un semejante, sino que le ayudaría en lo que pudiera. Su mujer es igual. Un suceso violento es la mejor forma de que ambos puedan pasar la prueba del algodón.
Jean-Pierre Darroussin y Ariane Ascaride en una escena de la película Las nieves del Kilimanjaro
¿Es pecado acomodarse y buscar una vida más fácil? La ley es más generosa que nuestra propia ética, y los mecanismos que utiliza para defender a los ciudadanos terminan convirtiéndose en medidas con las que aprisionar a otros por nuestra «seguridad». Son los hechos los que mandan ante las causas, así se despoja a la historia de su esencia y se queda sin atenuantes. Nuestra sociedad ha perdido su sensibilidad hacia las circunstancias y se ha olvidado de los pocos caminos que les quedan a los desfavorecidos del sistema. ¿De quién es la culpa?, ¿a quién le corresponde la solución? A veces deberíamos preguntarnos a nosotros mismos, escuchar nuestra voz y ver qué pudimos haber hecho para que la cosa fuera diferente. No estamos libres de culpa, no estamos exentos de participar en la solución. Levantar la voz y no haberse dejado someter, vivir con dignidad, anteponer la fraternidad, son cosas que pudimos hacer por nosotros mismos, sin los demás, siendo ejemplo. Es nuestra obligación enfrentarnos a nuestras contradicciones y los dilemas morales, pensar y escuchar las respuestas que van saliendo de dentro porque serán las más justas. La honestidad es no traicionarse nunca a sí mismo y juzgar a los demás como queremos que lo hagan con nosotros.
¿Cuándo nos convertimos en burgueses? Como a los protagonistas, a mí también me sobrecoge esa interrogación. Yo también me pregunto qué piensan los demás cuando me ven viviendo una vida acomodada, qué etiqueta me pondrán, cómo sabrán del yo que no se ve en un simple cruce de miradas cuando no hay un discurso a través del que mostrar un compromiso ideológico… Si me echan un vistazo general entonces tal vez se vayan pensado que soy un burgués más, clase media. La edad tampoco justifica el dejar de luchar.
La película también habla de un miedo que crece en nuestras sociedades, donde la posesión de bienes se ha convertido en el derecho fundamental y la obligación primera de todo Estado no es otra que la defensa de la propiedad privada. Ese miedo es el de que te arrebaten lo que consideras tuyo, esa sensación en Las nieves del Kilimanjaro se plasma con las miradas, los silencios, las frases hechas y en un retraimiento que es un paso atrás. La cabeza se embota, hace lo que parece lógico sin detenerse a pensar. Sin embargo, ni Michel, ni Marie-Claire están conformes, su defensa tiene víctimas de las que lo más natural resulta desentenderse. Pero ninguno de ellos puede evitar ayudar. Su humanidad, su compromiso con el otro gana siempre. El camino difícil es el bueno, aunque se sacrifiquen tomándolo.
Para los protagonistas, el Kilimanjaro es una utopía que han construido, un lugar de paz donde acudir en la vejez y la forma de plasmar los sueños que tuvieron cuando empezaban como pareja, cuando bailaban el tema de Pascal Danel con ese título y tenían todo un futuro de esperanza por delante. A veces la realidad nos hace aplazar las utopías, dejarlas donde estaban, en esa placidez inmaterial de los sueños, un alimento espiritual que no siempre tiene porque cumplirse. La realidad nos llama a remangarnos para que las cosas cambien. Nuestro utopía no se altera, allí queda como meta y anhelo, pero la conciencia de clase nos exige que sigamos construyendo el mundo que queremos y que lo hagamos para que los demás también tengan cabida, sin miramientos. Si alcanzamos nuestra propia utopía, tampoco tenemos permiso para detenernos, debemos trabajar para ayudar a construir la de todos. Sin excusas, sin desfallecer.
Y así, a través de las ideas, de un guion sólido y de excelentes intepretaciones, Robert Guédiguian nos vuelve a proponer un cine diferente, sin trampas, de verdad, del que se queda para siempre contigo.
A modo de pequeño anecdotario: La película está inspirada libremente en el poema de Víctor Hugo La gente pobre. Dice Robert Guédiguian que «En 2005, mientras redactaba un texto donde pedía el voto contra la Constitución Europea, para designar de forma algo general “las nuevas formas de la clase obrera”, me había referido a la gente pobre del poema de Victor Hugo. Entonces volví a leerlo. El final del poema, cuando el pobre pescador, al quedarse con los hijos de la vecina fallecida, dice: “Teníamos cinco hijos, ahora serán siete”, antes de descubrir que su mujer se le había adelantado trayéndoles a casa, es conmovedor. Semejante bondad es ejemplar. Además, está la concordancia, el gesto de amor de ambos personajes, el hombre y la mujer, iguales en su generosidad. Pensé que sería un magnífico final para una película. Solo quedaba encontrar una ruta contemporánea que llevara a ese punto».
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