La avería arranca con una cierto encanto mágico que lentamente va desapareciendo
Viernes 18 de febrero de 2011. Matadero - Naves del Español. Madrid
Cartel de la obra de teatro La avería
Reconozco que la primera parte de la obra me la pasé embelesado. La avería me sorprendió desde su arranque, con su hermosa escenografía y, sobre todo, con las caracterizaciones de sus intérpretes: máscaras de látex que hacen casi irreconocibles a los actores que hay bajo ellas. Es una sensación mágica, como si la obra te transportara a otro lugar, otro tiempo y otro espacio, con otros códigos. Una sensación de descubrir un lugar desconocido, inexplorado, regido por otras normas que hay que desentrañar. Toda obra debe crear su mundo, donde cada palabra, cada movimiento, tengan un significado propio y encajen. La avería supera esa capacidad.
Cuando apareció en escena Asier Etxeandia, desgarbado y monstruoso, me dije a mí mismo que estaba contemplando una gran obra. Sus largos dedos se mueven renqueantes, su gesto cruje como las articulaciones de su personaje. No podía creérmelo. Su coreografía de entrada es una gran promesa que levanta la primera parte de presentación de los personajes.
La magia dura un poco más, mientras se va tramando el nudo, cuando aún nos quedan verdaderas intrigas por descubrir. Un hombre joven, el único que no lleva máscaras, tiene que pasar la noche en un viejo caserón porque su coche se ha averiado y no queda alojamiento en el pueblo donde una feria de ganado ha llenado todas las plazas hoteleras. La mansión la habita un antiguo juez, ya jubilado, y su cocinera. De vez en cuando, otros tres amigos le visitan para celebrar una cena especial. La noche de la avería coincide con una de esas celebraciones donde la comida y la bebida se convierten en un ritual ceremonioso.
Fernando Soto, Daniel Grao, Asier Etxeandia, José Luis García-Pérez y José Luis Torrijo en una escena de la obra La avería
El joven admite participar en el juego de esos cuatro jubilados a los que acompaña en la casa una cocinera en activo. La sociedad les ha excluido por su edad, sin tener en cuenta su valía, negándoles toda capacidad a ejercer las responsabilidades de las que fueron sus profesiones. Un juez, un fiscal, un abogado defensor y el cuarto hombre que tuvo otro oficio que se desvelará durante la función, plantean realizar durante la cena otro juicio. El acusado será el joven y tendrán que buscar en su vida el delito y dictar la sentencia. Pero es juego y no realidad, algo que choca, pues el planteamiento y, sobre todo, la discusión filosófica que se plantea entorno a él deberían avanzar, aportar conclusiones que alteren la realidad y que no lo hagan como mera casualidad, como un malentendido, como una borrachera que nos aturde.
La obra grita por los jubilados que necesitan seguir viviendo con todas sus capacidades, que reclaman seguir siendo útiles. Pero también abre un duro debate sobre las diferencias entre lo legal y lo justo. La Ley se impone como un instrumento objetivo que se utiliza para castigar aquellos comportamientos que se apartan de las normas establecidas, un sistema de homogeneizar a las personas. La Justicia se convierte en algo subjetivo, un análisis desde lo alto de los comportamientos humanos.
Un doble rasero que todo lo mide y que termina alargando la función, pues la búsqueda del delito y el juicio cuentan lo mismo dos veces, pero dando una vez la perspectiva subjetiva y otra la objetiva. Con la primera, cualquier acusado podría ser absuelto porque su humanidad saldrá a flote y nos demostrará que cualquiera puede ser una buena persona y por tanto inocente. Pero la segunda es tajante, se entra en la culpa y nada atenúa un delito.
La música resulta parte importante de la función. Con ella los personajes muestran la profundidad de su alegría. Son piezas sacras, música de capilla, cercana a lo divino, y frente a ellos un rock cantado que contrasta y se convierte en el punto más alto de la representación, donde dos mundos quieren confluir pero hablan con lenguajes diferentes. También la obra se acompaña con coreografías cuidadas que iluminan habilidades sobrenaturales para ponernos sobre aviso o nos señalan lo ceremonioso de todo proceso simulando pasos procesionales paganos de estómagos agradecidos por el placer de la comida y su exquisitez.
Destacar, además de la interpretación ya mencionada de Asier Etxeandia, al sobresaliente José Luis García-Pérez, el único que actúa sin máscara. No me olvido de la ternura que desprende Fernando Soto con su papel, ni de una Emma Suárez categórica y distante que se va dulcificando durante la obra. También se agradecen los trabajos de José Luis Torrijo, a quien la caracterización le ayuda a cuajar una excelente interpretación, y Daniel Grao que debe mantener en escena a un personaje siempre ecuánime, casi sin sentimientos.
Al final me quedé pensando si había entendido todo el mensaje de La avería o si mi pensamiento se había marchado por los mismos derroteros que el del joven protagonista y me habría perdido pensando en que el juego encerraba algo de realidad, y por tanto que lo moral que defiende estaba por encima de lo teatral. Pero creo que no, que todo era un puro juego.
Con todo este bagaje, cabría pensar que La avería es una de sus piezas teatrales, sin embargo, y en realidad, se trata de uno de los cuentos de Dürrenmatt sobre el que Fernando Sansegundo ha trabajado para convertirlo en un texto dramático.
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