martes, 17 de noviembre de 2009

Campanella se atreve con una película de intriga

«El secreto de sus ojos» se mueve en la trastienda de unos juzgados, a caballo entre la justicia poética y el amor silencioso


Cartel de la película «El secreto de sus ojos»
Cartel de la película «El secreto de sus ojos»
Claramente este año elegí mal el fin de semana al que acudir al Festival de cine de San Sebastián, me fui de allí con una sensación de haber acertado poco con la selección. Si hubiese visto «El secreto de sus ojos» tal vez la perspectiva fuese otra. Éste es un gran largometraje, un cine de autor que recuerda a las películas de género clásicas, llenas de humo, de largos primeros planos, de tics en los personajes y de pasiones que les vencen y les mueven de un lado a otro sin remedio.

Su arranque resulta estupendo, simulando el que tiene algo que contar pero que no sabe como hacerlo, ni en que voz ponerlo; convirtiéndose en un escritor primerizo al que el tiempo le crece tras su jubilación y que se encuentra ante la perspectiva de repasar sus asuntos pendientes, con la intención de cerrarlos ya que olvidarlos no puede. Ese tiempo libre coincide también con una sociedad democrática en Argentina, que a su vez le permite libertad de movimientos para retomar sus indagaciones sin los peligros de antaño.

La película se mueve durante la época peronista, en el trasfondo de un juzgado, entre la pereza y la desidia de muchos, distanciando las clases sociales de entonces. Pero surgen acontecimientos que lo cambian todo, un violento asesinato de una joven, el amor de su marido (Pablo Rago) que pasa a representar para Espósito (Ricardo Darín) un amor en mayúsculas, como el que él siente por su nueva compañera (Soledad Villamil) y que no es capaz de exteriorizar. Habla de los que se atreven y de los que se quedan detrás con sus remordimientos y sus cábalas.

Ricardo Darín y Pablo Rago en una escena de «El secreto de sus ojos»
Ricardo Darín y Pablo Rago en una escena de «El secreto de sus ojos»
La cinta permite muchas lecturas, pues en ella abundan tanto las metáforas como las simetrías, en una afán por generalizar los comportamientos a modo de ejemplo: lo que le ocurrió al otro resulta comparable con la vida de éste, con mis sentimientos, con lo que sé decir y con lo que me callo porque carezco de la entereza o fuerza para expresarlo. En ese terreno de lo universal, Campanella se mueve como pez en el agua. Y con los aspectos técnicos también. Cargada de planos cortos que señalan hasta las arrugas del elenco, faculta a los personajes tanto para expresarse como para que se escuchen los unos a los otros. Con una fotografía llena de plasticidad que también se permite la ironía al imitar en las tomas de un partido de fútbol a un videojuego y sin esconder la crudeza cuando es pertinente (con la mano enguantada de un funcionario, cerrar los ojos de un cadáver desnudo, en postura de escorzo y sucio de sangre; mostrar un arma en un ascensor como aviso; matar a sangre fría por encargo...).

Su guión es intenso y con una vuelta de tuerca magistral hacia media película que sorprende y recoloca la acción cuando todo parecía bien encaminado. Un giro con el que el director señala directamente hacia una esfera política que se encarga de ir lastrando a la justicia, en un mundo de revanchas y dónde surge un desmedido abismo de prioridades para el poder a la hora de determinar la peligrosidad de un asesino o la de un subversivo.

Las interpretaciones son soberbias, algo esperado con este elenco, donde sobresale Guillermo Francella que da vida al amigo alcohólico, de vuelta de todo y con una filosofía aprendida a partes iguales en la taberna y en el juzgado; un borracho tierno, sin excesos, con grandes momentos de lucidez y sin fuerzas para dejar el vaso, rendido a sus debilidades. De la misma forma sorprenden Pablo Rago, con un personaje anodino en lo general, pero con una fuerza inmensa en su determinación, o Javier Godino y su media sonrisa cargada de alevosía. Y luego, para redondear aún más la película, están Ricardo Darín y Soledad Villamil.

La película conduce a un final poético, que permite ajustar cuentas con la vida y que bien puede ser el de la novela o el de la realidad, porque justicias hay muchas y aquí se aplica una.

A modo de pequeño anecdotario: El asesino y violador confeso está interpretado por el actor Javier Godino, que la pasada temporada cargaba con el papel principal del niño cantor en el musical «A» de Nacho Cano. A mí, físicamente, se me parece a Rubén Ochandiano.

1 comentario:

repelis dijo...

Really like this amazing content