sábado, 12 de abril de 2014

El mercenario de la violencia

Félix Estaire quiere entender como funciona un agente de las unidades de intervención policial con El antidistubios


Domingo 6 de abril de 2014. Teatro del barrio. Madrid

Cartel de la obra de teatro El antidistubios
Cartel de la obra de teatro El antidistubios
¿Por qué? Por la intención de crear debate.
Si escribo hoy de El antidistubios es por obligación. En la última escena de la representación a la que acudí, me lo pidió mirándome directamente a los ojos su protagonista, Eugenio Gómez. Me pasó el testigo para que la historia siguiera y que el debate tuviera una continuidad más allá de la sala de teatro. La interacción se produjo por casualidad, sin que ninguno conociera al otro, por pura exigencia del texto dramático, porque elegí esa butaca y no otra.

Hay en la sociedad instalado un debate sobre la violencia con el que andamos a vueltas. Callan los medios que el Estado ejerce violencia cuando va contra el pueblo que lo sustenta, cuando recorta, cuando desahucia, cuando despide, cuando empobrece, cuando deja de educar, cuando deniega una atención médica que termina en una muerte… Dicen los medios, sin embargo, que el problema de la violencia es otro, que está en las manifestaciones en las que los grupos radicales atacan a las fuerzas del orden. Señalan que el descontento de la ciudadanía pacífica que se expresa en la calle está cargado de ira, que no tienen nunca la razón porque el único álgebra que vale es la cuenta de sumar votos tras unas elecciones, que está todo atado y bien atado. Y por si tuviéramos la menor duda el Estado se va blindado cada día con medidas más represivas y que aplica sin la menor contemplación. Cuentan que es una cuestión de ley y orden. La represión se ha instalado en nuestras vidas, solo hace falta mirar la estampa de los poderosos antidisturbios disfrazados de crueles represores con sus cascos, sus botas, sus porras, sus chalecos, sus escudos, sus escopetas laza pelotas de goma o de botes de humo… Les vemos a diario. Son el brazo ejecutor de una violencia física que el estado emplea contra el pueblo con intención de amedrentarlo y hacerle callar, para que cesen las protestas, para que seamos dóciles súbditos. Nos intimidan para que nos quedemos en casa porque si se nos ocurre salir nos están esperando con la «multita y porrita». A los agentes de las unidades de intervención policial les toca hacer de muro sobre el que sostener por la fuerza una razón de estado que no es otra cosa que el estatus superior de unas clases dominantes que no quieren mancharse sus manos, pero sí seguir manteniendo su privilegio. ¿Saben ellos en realidad qué o a quién defienden?, ¿por qué lo hacen?, ¿les pudo llevar a vestir ese uniforme algún sentimiento noble?, ¿no tienen dudas?, ¿son capaces de sentir?, ¿les queda humanidad debajo de sus uniformes? Eso es lo que se pregunta Félix Estaire y quiere hacerlo desde un punto intermedio, sin tomar partido.

Para ello nos coloca frente a su personaje, un hombre que se gana la vida como policía de antidisturbios. Es grandote, algo desgarbado -como si no fuese capaz de controlar toda su fuerza-, rudo y mal encarado. Pero tiene otro lado, con una cierta ternura incluso, cuando ejerce de padre. Ahora está grabando un vídeo, su testimonio, donde repasa el sentido de su vida, lo que ha hecho y lo que no ha dejado de hacer. Lo hace porque hay algo que ya no le gusta, porque de pronto tiene motivos para sentirse excluido del sistema que ha defendido y que le pagaba para hacerlo. Su código, interiorizado como dogma de fe y sobre el que había asentado la honestidad de su vida, muestra fisuras.

El antidistubios habla de violencia, de impunidad, de democracia, de poder, de obediencia, de justicia y de trazar una línea con la que separar, si hablamos de colores, a un lado lo blanco y al otro lo negro. ¡Todo sería más sencillo! Hay una obsesión en el personaje en justificarse, en explicar que lo que hace se ajusta a lo que es correcto, que su función es necesaria, que son las leyes de su trabajo. Si se atiene a la definición que da el diccionario, es un mercenario, pero él añade que no más que los demás. Argumenta que a todos nos compran en el trabajo y siempre nos toca hacer algo que no nos gusta, que está en el límite de lo ético. Es mejor no cuestionárselo, así ha hecho siempre. A él le bastaba considerar que lo que hacía era justo, sin preguntarse si el poder le utilizaba como una herramienta. Se consolaba pensando que el fin justifica los medios y él dignificaba ese fin idealizado porque daba sentido a todo lo que su trabajo le obligaba. La bondad del fin minimizaba el uso de los golpes, diluía toda responsabilidad personal en el ejecutor. También expresa que la misma sociedad tiene una necesidad de esa función de orden.


Trailer promocional de la obra de teatro El antidistubios
Principalmente de la obra me gusta la fuerza dramática que tiene. Eugenio Gómez y Lucía Barrado, sus actores, logran transmitir el mundo de sus personajes, creando conciencia y debate. La lucha que ambos establecen desde trincheras diferentes y su coraje enriquecen el texto. Lo simbólico juega sus cartas, pero son ellos los que logran llevar la obra al terreno de una cierta realidad, o al menos la acercan a nuestra propia cotidianidad. También me parece un acierto el uso de elementos audiovisuales integrados a la perfección con la propia historia y ese esquema que nos obliga a asistir a la representación como si se tratase de la grabación de un último testimonio. Es un método que permite repasar el pasado de una vida, colocar al espectador en un lugar privilegiado y enriquecer su mirada hacia el texto.

Pero hay un punto que no puedo compartir. Para que un acto, una decisión o una reflexión sean justos es necesario que partan de una situación universal. La justicia no puede venir de acontecimientos personales que nos influencian. Lo explican muy bien las películas del oeste en las que se retrata un pueblo sometido por el mal. Quien resuelve la situación porque toma la decisión justa es siempre el forastero. Solo él tiene la independencia necesaria para juzgar de la forma correcta. Sino que se lo pregunten a Lucía Figar, consejera de educación de la Comunidad de Madrid, que propone unas ayudas autonómicas de guardería y que luego cobra una de ellas para su propia hija, a pesar de que los ingresos de su unidad familiar superen los 125.000 euros anuales. Así ocurre en el El antidistubios, su conciencia se despierta por una situación personal, algo que en realidad invalida el razonamiento como universal y justo. Y sin ese carácter toda la obra se queda en una mera anécdota.

Tampoco me gusta la respuesta final del personaje porque no se corresponde a esos principios de justicia de los que hablaba en el párrafo anterior. Es cierto que no puede ser otra, que su solución siempre va a estar llena de violencia y de ira porque eso es lo que ha mamando en toda una vida dedicada a ejercer como antidisturbios, reprimiendo a los demás.

No hay comentarios: