Entendía el destino como un elemento de predestinación humana imposible de evitar, como la acumulación de poderes infinitos contra los que nada podemos hacer. Pensaba en el destino y me iba a la época histórica de la edad media, donde el cielo marcaba cada uno de los pasos que daban caballeros y plebeyos. En aquellos siglos no se podía ir muy lejos, así que las explicaciones fantásticas superaban las que la ciencia de la época pudiera ofrecer. Hace unos días entendí que el destino no es más que ineptitud. Sufrí en la misma semana tres «incidencias» en el Metro de Madrid –ese que en los anuncios dicen que vuela- por las cuales «el servicio no se prestó con normalidad» -en realidad ni con normalidad ni sin ella, simplemente dejó de prestarse-. La del primer día me hizo pensar que el destino se había aliado contra mí pues me coincidió con las prisas y las ganas. El del segundo día me hizo pensar en mi mala suerte. Pero en el último ya lo tenía claro, lo que hace falta es invertir más en las instalaciones y los trenes, que ya empiezan a quedarse viejos y fallar.
viernes, 29 de diciembre de 2006
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