Dicen que siempre cuento la misma historia, que no tuve otra. Acababa de cumplir los veinte años por entonces y me iba ganando la vida a trompicones, un arreglo aquí, un obra allá... eso sí, con mucho sudor y sin hacer nada que no fuese legal. Lo cierto es que tuve problemas de amores entonces: un marido celoso al que una vecina le convenció de que yo me acostaba con su mujer; nada demasiado importante que no se pudiera resolver poniendo tierra de por medio. Me enrolé en un pesquero que salía a faenar hacia los caladeros de las Canarias esa misma noche con el objetivo único de empezar otra vida en cualquier lugar, ya que nada dejaba atrás.
Al tercer día, cuando habíamos dejado la isla de El Hierro, nos sorprendió un viento de bolina. En un instante el cielo se encapotó y la mar se agiganto de tal forma que las olas comenzaron a rebotar contra la cubierta del barco limpiando las pocas cajas de pescado que aún quedaban en ella. El barco viró a babor llevado por el temporal. Pasaron los veinte minutos más angustiosos de mi vida durante los cuales perdí todo sentido de la orientación estando a la merced del mar que jugaba con nuestro pequeño barco como un gato con un ovillo de lana. Al mirar a sotavento, pidiendo amparo, surgió la silueta de una isla. Dos promontorios se elevaban, dejando en su centro lo que me imaginé sería un barranco. Señalé hacia tierra con el dedo mientras gritaba al capitán en medio de la tormenta. Con un esfuerzo sobrehumano conseguimos que el viento nos marcara el rumbo hacia ella. Embarrancamos cerca de una bahía limpia y tras lanzar el ancla descendimos rápidamente temiendo que el barco pudiera partirse en dos mitades. El fondo era de arena negra que se iba haciendo más gruesa según nos acercábamos a la orilla.
Ya en la playa, descubrimos restos de una hoguera no demasiado reciente, por lo que pensamos que aquella no podía ser una isla perdida. Por consenso, decidimos aquella noche no adentrarnos más, así que nos protegimos con ramas de árboles que fuimos arrancando y nos dispusimos a dormir. El amanecer nos despertó con dulces cantos de pájaros y al abrir los ojos me encontré con cientos de ellos que revoloteaban a nuestro lado sin temernos: alguno se dejó coger entre mis manos. Me sentí rodeado por un vergel, así que mi pensamiento no encontró alternativa: habíamos llegado al paraíso. La primera necesidad que se nos presentó fue conseguir agua fresca, no tardamos en dar con ella pues un río cristalino atravesaba la isla. Siguiendo el norte, por un sendero pedregoso, se ascendía hacia la más alta de las montañas. Al principio del camino descubrimos huellas que aunque por su forma parecían humanas no podían serlo por su tamaño; unos pies descalzos con cinco dedos, del doble de longitud que los míos. La razón nos decía que no debíamos seguir aquel camino, por lo que regresamos a la playa. Decidimos dedicar el resto de la mañana a reparar los daños que tuviese la embarcación. El capitán nos tranquilizó a todos: ni la quilla ni las cuadernas tenían destrozos, por lo que sólo sería necesario cambiar un par de planchas del costado de estribor que estaban agrietadas. Madera no nos iba a faltar para los arreglos, ya que todo a nuestro alrededor era selva espesa que llegaba hasta la misma orilla del mar. Senén, el viejo cocinero, nos contó historias de terror mientras comíamos. Teníamos muy presentes las huellas vistas y poca curiosidad con encontrarnos al ser que las había estampado.
Aquella tarde, mientras estaba trabajando con el resto de la tripulación en las reparaciones, el capitán me tomó del brazo y me arrastró con él. «Hace diez años que pasamos la mitad del siglo XX, así que déjate de monsergas de vieja. Ya no existen los gigantes. No hagas caso de Senén, todos esos cuentos son de tiempos pasados. Cógete la escopeta, el machete grande y la linterna y me vas a acompañar a ver qué más podemos encontrar por aquí que algo tendremos que llevarnos a la boca. Algo que a ver si es posible no sea mitológico». Nos adentramos de nuevo en la selva, pero esta vez decidimos subir hacia la otra montaña. No llevábamos mucho caminado cuando encontramos una casa de madera y un hombre que fumaba sentado sobre un poyo. No podía creérmelo, aquel hombre era Franco. Me quedé sin voz, pero el capitán, curtido por los años y el tiempo se limitó a saludarle y hacerle alguna pregunta sobre el lugar. Pronto entablaron una animada conversación. Su voz sonaba diferente, con un carácter más cálido, pero su cara... Una de esas veces que se impuso un silencio, dejó caer sus ojos sobre mí y sonriendo me contó:
- Ya sé que nos parecemos mucho, pero estate tranquilo no soy quién piensas. Bueno, la verdad es que hubo un tiempo en el que si lo fui. Tú, que seguramente seas un chico informado, sabrás que el generalísimo tiene un grupo de dobles trabajando para él. A pesar de todo el poder que acumula, no dejará de ser en ningún momento más que un hombre temeroso de la muerte. Conmigo éramos cinco los Francisco Franco Bahamontes que inaugurábamos pantanos, visitábamos colegios, entregábamos medallas y todo lo que hiciera falta. No me crees, ¿verdad? Déjame que te cuente una historia. En el cuarenta y siete, dos anarquistas, con el rostro cubierto por un pañuelo, entraron en el palacio del Pardo armados con dos pistolas cada uno. Llegaron hasta mi habitación por cualquier casualidad del azar. Todavía hoy les veo, frente a mí, apuntándome los dos a la cabeza y diciéndome una de sus proclamas que les autorizaba a matarme por el bien social del estado español y el cambio tan necesario. Les digo que están equivocados, que yo sólo soy un pobre hombre con la mala suerte de tener su misma cara. Se ríen y me escupen. Me abofetean envalentonándose por mi miedo. Les imploro compasión, mientras de mi cartera saco una foto de mis tres hijas. Así estoy, en calzoncillos, de rodillas y con las manos suplicantes hacia arriba mostrándoles la foto, cuando los militares entran en la habitación. Todo resulta muy rápido, me tiro al suelo y escucho más de una docena de detonaciones. Al levantar la vista veo a los dos jóvenes revolucionarios en medio de un charco de sangre. No hay ninguna posibilidad de que se encuentren con vida. Perdonadme si me emociono al contarlo, pero motivos tengo. Se llevaron los cuerpos y a mí me condujeron a uno de los despachos del sótano que solíamos utilizar para algún interrogatorio. Pasé dos horas temiendo por mi vida, hasta que se personó el ministro del Ejército, Fidel Dávila Arrondo, y mirándome a los ojos me dijo: «Usted es una vergüenza para su país. No tema por la vida, si es eso lo que le inquieta, pero ya me preocuparé yo de que nadie vuelva a verle jamás. Yo me encargo de su juicio sumarísimo ahora mismo declarándole culpable y condenándole al destierro». Por la mañana llegaron los soldados que me acompañaron hasta un buque de guerra para traerme hasta aquí. Mientras zarpábamos, rasgado en el suelo de la cubierta pude ojear el titular borroso de la prensa que decía que la mayoría del pueblo español (ochenta y dos por ciento del electorado) aprobaba en referéndum la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado y la Constitución de España en Reino. Franco tenía derecho a nombrar un sucesor, por lo que el régimen se instauraba definitivamente, eligiese a quien eligiese. Desconozco si en el interior llegaban a contar algo de los dos jóvenes, pero me imagino que no, ya que este tipo de noticias se silenciaban por norma. Ese es el recuerdo que me queda de aquel día, la desazón se saber eterno mi castigo.
Una brisa nos indicó que comenzaba a anochecer. Mientras le daba la mano para despedirme, me guiñó un ojo: «Si alguna vez le ves morir, no te lo creas, será alguno de los otros a quién le ha tocado. Todos nos vamos haciendo mayores con él».
En la playa nos recibieron con gritos de júbilo. Habían terminado todos los trabajos en el barco, así que era hora de pensar en como desembarrancarlo. Entonces nos ocurrió lo más extraño: la tierra empezó a hundirse, como si el mar se la estuviese tragando. Corrimos hacia el barco y desde allí fuimos viendo como la isla desparecía ante nuestros ojos.
Al volver a la península toda mi vida había dado un giro. Decidí ponerme a estudiar y desde aquel día los libros se convirtieron en mi prioridad absoluta. Así fui descubriendo que aquella isla en la que estuve tiene el nombre de San Borondón. En el siglo VI un monje irlandés llamado san Brandan de Clonfert salió de su tierra con el objetivo de encontrar el paraíso bíblico. Llegando el día de Pascua avistaron esta isla, a la que descendieron para honrar la festividad con una comida. A la mañana siguiente se vieron obligados, al igual que nosotros, a abandonar la isla porque esta desaparecía. La leyenda sigue y cuenta que Dios le reveló al santo que la pascua la habían celebrado sobre Jasconius, el primer pez que pobló los mares. No es la única historia que se cuenta de la isla, son muchos los navegantes que han creído pisarla, tantos que hasta el siglo XVIII aparecía en las cartas de navegación. Dicen los que no creen en estas cosas que siempre hay una explicación para poder descartar lo sobrenatural, tal vez sean efectos ópticos o quizá meteorológicos, también hay estudios sobre ello. De la misma forma, yo me pregunto cuál será la explicación a la historia del doble.
Nota: El paisaje de este relato surgió de la idea de seguir buscando otras islas inexistentes en la red que me llevó primero a encontrar la isla de San Borondón a través del artículo de la revista Rincones del Atlántico y del proyecto realizado por Tarek Ode y David Olivera (del que están sacadas las fotografías y dibujo que ilustran este relato), posteriormente a conocer más del mitológico San Brendan a través de La Navigatio Sancti Brandani y finalmente a curiosear por la parte científica de la que nada usé en el relato. Paisaje e historia forman un todo, no podrían existir las revelaciones del doble de Franco si no hubiese encontrado la isla que permitía que todo fuese posible.
lunes, 11 de diciembre de 2006
Lo que me pasó entonces
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