Israel Elejalde recupera el monólogo La fiebre de Wallace Shawn
Viernes 6 de septiembre de 2013. Sala Cuarta Pared. Madrid
Cartel de la obra de teatro La fiebre
¿Por qué? Porque está bien que empecemos a hacernos las preguntas correctas
El actor Israel Elejalde, en un trabajo impresionante, sostiene este monólogo en el que se van cruzando las anécdotas con las revelaciones interiores y el sarcasmo del hombre occidental, viajado y a vuelta de todo. El texto es duro, combativo, y el actor lo sabe, así que añade a la dramaturgia elementos que puedan servir de salvavidas al espectador cuando se canse, pequeños oasis que aflojen la tensión y atornillen el discurso. El primero de esos elementos es la presencia de Alba Celma, en una esquina, con su violonchelo. Es más que una mera acompañante y su función va más allá de recalcar algunas de las historias con sus notas musicales; ella tiene que dar réplicas silenciosas a Elejalde, interactuar con él y hasta darle un par de bofetadas si se tercia. El segundo de los elementos es el uso de multimedia para enfatizar el texto, convirtiéndose así en memoria visual y apoyo didáctico. El tercero tiene que ver con la escenografía, las luces y la forma de interpretar, tres componentes con los que quebrar cada fragmento de la obra, entre luces o sombras, en tonos de intimidad o de discurso, con vanalidades o ante la más absoluta profundidad, con rabia desesperada o pareciendo incapaz de tomarse nada en serio. Y así, entre extremos, nos van dando la justa medida del personaje que tenemos enfrente, de sus acciones, sus pensamientos y sus decisiones.
¿Es un cínico?, ¿nos puede enseñar algo? El personaje nos muestra pegada a su piel la decadencia de la cultura occidental y el capitalismo, su impotencia ante los problemas que el sistema ha decidido dejar al margen, como daños colaterales. Esos asuntos, que en realidad son los pilares del capitalismo, resultan inhumanos, egoístas. El personaje ha descubierto la ecuación y conoce por tanto el valor en sangre humana que cuesta mantener la desproporción. Le atormenta el dilema ante la pobreza y la injusticia social. Traza una gruesa línea que divide a las personas en dos grupos: los ricos y los pobres y no repara en reconocer que dicha separación es una injusticia. Pero, ¿es salvable? Asume el lado del que está en ese dibujo, el de quienes tienen dinero para comprar todo lo que se le antoje, lo necesiten o no. Lo ha ganado trabajando y tiene todo el derecho a gastarlo como quiera, pero eso, tal vez sea una falacia. Los pobres trabajan las mismas horas que él, pero su esfuerzo no vale el mismo dinero en la sociedad capitalista que en cierta forma les ha condenado. Hay algo más, algo que mantiene ese estatus inmoral: la conveniencia de los que mandan. La pobreza que genera la defensa del derecho fundamental de unos pocos a derrochar no es un tema a enfocar desde la empatía, ponerse del lado del pobre, entenderlo o incluso ofrecerle una solución individual no son una respuesta global al problema. No es un asunto de caridad que compense un mínimo grado la desigualdad mitigando una conciencia.
El cambio gradual como solución no existe, solo sirve para constatar y aumentar la separación entre los dos bandos, para que el más perjudicado asuma como temporal esa situación definitiva y no se revele contra ella. Al igual que la caridad, el mensaje de «te podré dar algo cuando me sobre más, así que ayúdame a que a mí me vaya mejor para que yo pueda hacer algo por ti» son respuestas baldías, y, en cierta forma, un retroceso más. En realidad el cambio gradual significa no modificar nada, ponerlo todo al servicio de una situación decidida por quienes pueden hacerla empeorar a su voluntad, o mejor, a su propio interés. Parece que de aquí solo se sale con una revolución violenta que altere la situación y reviente la injusticia, lo inmoral.
Quizá para terminar con la injusticia, con lo inmoral, bastaría con que los ciudadanos privilegiados renunciasen a lo innecesario y comenzaran a vivir solo con lo imprescindible. Es un tema de decisiones individuales, pero, ¿quién está dispuesto a hacerlo? Estamos paralizados. Entendemos el mundo, su desproporción y aún así defendemos el modo de vida occidental carente de ética y depredador con el resto de sociedades. ¿Cómo aceptarla si no es una forma de vida válida, si se rompe a la primera comparación? Reduciendo la vida a contradicciones, a mentirnos diciendo que «nos va bien así» o que «no hay otro modelo mejor». Simplificamos para no asumir responsabilidades, para que todo siga de la misma forma, pensando en que el sistema nos beneficia, aunque no sea cierto. Los valores que rigen nuestro mundo están en crisis, pero, en lugar de trabajar por construir un nuevo conjunto de ellos que cambie sustancialmente la condición humana, nos quedamos inmovilizados como si estuviéramos en un estado profundo de una inanición que nos conduce a una muerte a todas luces evitable. La culpa es nuestra, de cada uno, y cambiar nuestro mundo exige coraje.
Dos son los remordimientos que nos acosan, el de conocer la injusticia y el de no querer acabar con ella. Nuestra sociedad está enferma y nosotros también, padeciendo una especie de fiebre que convierte en nebulosos nuestros pensamientos y en la que va creciendo una angustia insoportable que somos incapaces de saciar. El horror que conocemos cuando comprendemos de qué forma funciona el mundo para sostener nuestros privilegios no nos hace más responsables, simplemente nos coloca en un estado pasajero de indisposición del que se sale con el olvido, recuperando nuestra insulsa felicidad e ignorancia.
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