jueves, 20 de octubre de 2011

La mano invisible aborda el mundo del trabajo con precisión

Isaac Rosa utiliza la ficción para desgranar los mecanismos del trabajo y la alienación de los trabajadores


Portada de la novela La mano invisible
Portada de la novela La mano invisible
Isaac Rosa se ganó un merecido prestigio dentro del mundo literario tras publicar su segunda novela, El vano ayer; un libro impactante, tanto por su contenido como por la estructura con la que el autor envolvió la novela. Su presencia, entonces, trajo un aire limpio, nuevo, de un escritor comprometido con la sociedad que ejerce su profesión con una militancia activa desde la izquierda y que habla sin tapujos. Seguramente le obsesiona el mundo el trabajo, no en vano su columna diaria en Público se llama Trabajar Cansa. Con su nueva novela, La mano invisible encuentra un terreno que siempre ha estado ahí, a nuestro lado, sin que se haya explotado casi nunca en la literatura. Isaac Rosa pone el foco sobre los trabajadores en los que no solemos reparar y nos da una oportunidad de observarlos mientras están trabajando. Vemos el deterioro del mundo laboral y a la vez de los que trabajan, su sufrimiento. No nos engañemos, la belleza del trabajo no existe. En La mano invisible no hay trabajadores felices, todos encaran sus jornadas laborales con tristeza.

Vivimos un tiempo donde triunfan los mercados sobre las personas, en el que los libros de «autoayuda» y «management» se han puesto de moda, donde el capitalismo feroz se ha convertido en el único sistema posible y en el que se sigue soñando con el falso sueño americano que «trae progreso y riqueza a quien se esfuerza». La mano invisible no les gustará a esos que aclaman la mercantilización de la vida, los que miran el trabajo como beneficio, los que buscan medrar a costa de los demás, los que piensan como quieren los empresarios que piensen. No, no es una novela para ellos, porque no aprecian que les digan las verdades con profunda sinceridad.

Isaac Rosa nos presenta a un grupo de trabajadores que aceptan que les miren mientras trabajan, que desconocen para qué sirve lo que hacen, que no saben quiénes son sus jefes, que creen participar en un experimento social. Con maestría nos va describiendo a cada uno de ellos, inseparable del trabajo que realiza, casi sin rostro, como personajes anónimos que representan una profesión. Nos cuentan sus pensamientos mientras va transcurriendo sus jornadas y lo hacen a la vez que va pasando una historia que les afecta a todos, que nos afecta a todos. Cuando vemos trabajar desde fuera lo hacemos como si contempláramos a una orquesta interpretando una sinfonía, desde dentro es otra cosa.

Lo primero son esos pensamientos que surgen mientras ejecutamos un trabajo mecánico, los que nos sirven para ocupar la mente, los que nos permiten no preguntarnos por lo que estamos haciendo y seguir adelante, los que nos hacen soportable lo repetitivo, lo monótono del trabajo. Son las cadenas de montaje las que nos deshumanizan, las que proponen una planificación y una mecanización por encima de las personas que se utilizan como piezas, las que alejan al ser humano del resultado de su trabajo. Van surgiendo miles de pensamientos, uno tras otros que nos acercan a cada trabajador, pues piensan como cualquiera de nosotros, con las mismas ideas.

La novela va pasando y nos percatamos de la necesidad que tienen los personajes de aprovechar el tiempo, un tiempo escaso, pues las obligaciones profesionales merman la vida privada. Por si fuera poco, vemos que cada vez se respetan menos los derechos de los trabajadores, que se les ataca constantemente y que ellos no son capaces de ponerse de acuerdo para encontrar un remedio, descubren que el compañerismo es fingido, que les falta un sentimiento de clase que les una y que todo aquello del sindicalismo se quedó atrás, abandonado sin sentido. «La sociedad es así», asumen sin apenas pelear, «siempre habrá otro que esté peor y quiera hacer mi trabajo en unas condiciones aún más ínfimas». Pasan los trabajos precarios, los trabajadores que sirven para hacer cualquier cosa, lo intercambiable de unos y otros. Somos sustituibles. Así que nos dejamos apretar constantemente para producir más. La mano invisible se va convirtiendo según avanza en una apología de la explotación y a la vez en la conciencia del obrero para que éste pueda percibir la verdadera magnitud de su situación, la injusticia que conlleva.

Narra muchas historias, cada perfil -cada profesión- le sirve al autor para destapar más problemáticas. Por ejemplo que cuando se dejan los estudios, los caminos se empequeñecen, las oportunidades son escasas y se elige la única alternativa: los peores trabajos, esos que nos hacen sentir vergüenza porque sentimos que los demás los desprecian. En esos casos se empieza por lo que se conoce, ayudando a algún familiar en su trabajo, continuando la saga sin remedio para sumar una nueva generación. Pronto se asume la falta de cualificación y se pierden la perspectiva de un trabajo mejor, sin que nuestra vergüenza por ello descienda nunca.

También están los vocacionales, esos que dicen disfrutar con lo que hacen y que lo seguirían haciendo aunque no les pagasen. Quienes tienen sueños de nuevos emprendedores y serán capaces de explotar a sus compañeros con tal de prosperar ellos. Esos que siempre se muestran dispuestos a aprovecharse de la bondad de los demás con el fin de ascender ellos. Hay obreros que se hacen autónomos y comienzan una vida de sacrificios. Es humano sentirse tentado por el dinero, querer vivir sin trabajar, darle la vuelta a la humillación y aspirar a estar en el lugar del otro, pensar que todo valdrá para conseguirlo, en ser capaz de perder los escrúpulos y aguantar a los clientes para conseguir sus migas, pensar en el esfuerzo por encima de los horarios y ofenderse con una juventud que está en otra cosa, pensando egoístamente en sí mismos, que no quieren ser aprendices. Engañarse en el fondo, entrado en una espiral de consumismo y pensando que ese es el único camino por el que llegar a la felicidad. Estar dispuesto, a poco que se tenga, a pagar para que otros limpien la mierda de uno mismo. Y así aceptamos los despidos, nos volvemos más cobardes, estamos dispuestos a pisar al de más abajo, nos hacemos serviles y tragamos con todo. Hemos convertido el dinero en el centro de todo, y asumimos que trabajamos por dinero, para tener todo eso de más.

Isaac Rosa en una foto de archivo
Isaac Rosa en una foto de archivo realizada por Marta Velasco
Desengañémonos, no hacer un trabajo manual, no implica pasar a otro nivel, ni ser más independiente, ni dejar de estar dominado por los medios de producción. Supone la misma explotación con idéntica carga pesada. Si vendemos nos adiestran para mentir, para fijar una sonrisa en nuestra cara y aprovecharnos de las debilidades del que está delante, aunque sea con engaños. A estar al servicio del marketing y las técnicas de venta también lo llamamos trabajar.

Ocurre con los informáticos, esos bichos raros que nadie sabe lo que hacen pero que se asume la necesidad de tenerlos en plantilla. La tecnología se utiliza como elemento de control y también como herramienta para elevar la capacidad de producción. Con ella se acabó con el trabajo tal y como lo conocían nuestros padres, tal vez ellos pensarían que lo que hacemos ahora es simular que trabajamos. Los informáticos se entregan a un trabajo intelectual que absorbe, que muchas veces les hace ir más allá de él, buscando un perfeccionamiento en todo lo que desarrollan. Parece una labor entretenida que permite aportar un cierto componente subjetivo, incluso para añadir también lo que piensan que querrá quien les ha pedido el trabajo sin apenas haber detallado lo que necesita. Siempre pensamos que la tecnología permite el sueño de pasar del garaje al parque tecnológico más lustroso, al no va más, que cada uno de ellos terminará enriqueciéndose con la idea de una aplicación que todos necesitábamos más que el comer sin saberlo. Y así se van desnudando de su condición de trabajador, sintiéndose príncipes llamados a gobernar un nuevo mundo, y entonces, por esta idea mítica, asumen trabajar en una oficina moderna, agradable que van convirtiendo en su casa, en la que producirán nuevas ideas en jornadas infinitas, descartando cualquier modelo y patrón de trabajo. Sin darse cuenta, un día se percatan de que llevan años en lo que lo único que han hecho ha sido pensar en los problemas profesionales pendientes y en cómo encontrar la solución. Han gastado cada hora de los días y de las noches en ello. Sin embargo no es cierto que sean los elegidos de la nueva economía, los asalariados privilegiados que desarrollan su pasión y afición como un trabajo. El informático es un obrero más, uno que no desconecta nunca, que arrastra por su profesión un agotamiento físico y mental.

No hay trabajador que no se haya sentido espiado alguna vez, que no sienta que debe recuperar algo de lo que entrega con su trabajo y quiera llevarse unos bolígrafos de la oficina, que no acepte que le den un móvil de empresa desde el que podrá hacer llamadas personales como un mejora en su estatus laboral, que no convierta su mesa en una extensión de su casa -con fotos de sus hijos y demás personalizaciones-, que deseche coger una copia de las llaves de la oficina para cuando tenga que seguir trabajando fuera de horario, que no termine alargando sus jornadas, que no invente una justificación cuando no quiere aceptar un trabajo extra al que se siente injustamente obligado. Vivimos los falsos gestos de confianza en el trabajo con orgullo. Nos engañamos con una camaradería imaginada, que en realidad esconde una competencia atroz entre los empleados que termina funcionando como una presión grupal, la misma que nos convierte en gregarios dispuestos a hacer más horas porque los demás también se quedan, por el qué dirán. Y hacemos tantas que asumimos debilitar la vida personal siempre en aras de la profesional. A cambio nos retribuyen con compensaciones arbitrarias e individuales, que nos dicen que no todos somos iguales, que nosotros somos mejores. Compensaciones que recibimos a modo de premio y no nos damos cuenta que aceptarlas supone socavar lo colectivo. Nos sumamos a participar en esos engranajes creados desde la dirección en prejuicio del obrero y no protestamos por las rotaciones de personal, se caen los débiles. Nos mentimos con falsas oportunidades y nos cargamos con deudas psicológicas hacia el patrón porque se muestra paternalista con sus empleados. No somos capaces de cruzarnos de brazos y exigir que no haya esfuerzos por encima de lo imprescindible, que se cumplan los horarios estipulados en los contratos sin sobrepasarse un solo minuto de más, ser escrupulosos con el trabajo por el que se nos paga. Despreciar un ascenso o no aceptar los falsos beneficios de forma individual nos hace sospechosos. Esos planteamientos podrían ser las primeras grietas en la fábrica pero solo los vemos como causa de despido. A cambio queremos tener ambición, no conformarnos con el trabajo que tenemos, y así asumimos la presión por llegar más arriba. Si todos quisiéramos ser tropa en lugar de oficialidad no calaría tanto ese espíritu de la cultura de empresa que hace al empleado defenderla como algo propio. No percibimos las relaciones de poder en el trabajo, entre el que cobra y el que paga, como el sistema perverso que es, simplemente lo asumimos como algo natural. ¡Ah, si nos atreviésemos a dejar de participar en el juego del mando y la obediencia!

Hay una dignidad del trabajo que viene aprendida de la propia familia, un orgullo de hacer bien el trabajo por pura decencia. Vendrá la escuela después, donde desde pequeño se nos domará a los futuros trabajadores para someternos al modo de producción de los dueños del trabajo. Se condenará la ociosidad como un vicio malvado y en los malos tiempos se entenderá que el patrón, el dueño, el empresario, dejarán de cubrir las bajas y asumiremos el trabajo de los demás como una bendición porque seguimos en plantilla. Haremos como que no sentimos la dureza del trabajo y no nos preguntaremos ¿por qué son necesarias ocho, nueve o diez horas diarias de trabajo para vivir de él?, ¿por qué tanta desproporción para lo que obtenemos a cambio? Si encontramos respuestas nos vendrán nuevas preguntas ¿De qué va todo esto?, ¿para qué lo hacemos?, ¿quién está verdaderamente detrás? ¿Los sabemos?, ¿queremos saberlo?

La mano invisible es una gran novela, que además nos despierta, nos hace plantearnos con dolor el mundo del trabajo y nos sirve de preámbulo para que cada uno escriba el siguiente capítulo, el suyo propio, pues todos tenemos nuestra historia del trabajo, todos sabemos los pensamientos que nos pasan cada día por la cabeza mientras trabajamos.

A modo de pequeño anecdotario: El término de La mano invisible lo acuñó por primera vez el filósofo político escocés Adam Smith en Teoría de los sentimientos morales (1759) y lo volvió a utilizar en La riqueza de las naciones (1776). Lo empleaba, en términos económicos, como una metáfora a través de la que expresar la capacidad autorreguladora del mercado libre, capacidad en la que la ideología liberal coloca uno de sus fundamentos. La teoría parte del egoísmo psicológico del ser humano que le lleva a elegir siempre en cualquier situación el mayor beneficio para sí mismo, un egoísmo que si generalizamos, es decir lo colocamos en un mundo donde todos buscamos lo mejor, y además le unimos la competencia como sistema para evitar los desmanes, entonces los liberales dicen que lo mejor para uno produce lo mejor para todos. Sus teorías hablan de este egoísmo racional como un término positivo. La mano invisible no es otra cosa que este proceso explicado y que, según los economistas liberales, conduce a una configuración social de bienestar general. Esa mano invisible es la que compensa las acciones y regula las conformaciones sociales, es, en el fondo y según ellos, una garantía de justicia social de la actividad económica.

No hay comentarios: