Manuela Temporelli presentando la XI Muestra de Cine y Trabajo (Foto: Toni Gutiérrez)
La segunda jornada de la
XI Muestra de Cine y Trabajo que organiza cada año el
Ateneo Cultural 1º de Mayo de
CC.OO. conduce a una cierta mirada nostálgica hacia lo que fuimos. Nos propone dos interesantes películas europeas:
Las nieves del Kilimanjaro (Robert Guédiguian), y
Almanya: bienvenido a Alemania (Yasemin Samdereli). La primera, la francesa, es una película coherente y de principios sólidos que nos habla de la dignidad de no traicionarse. La segunda, la alemana, nos cuenta desde el presente una historia de la inmigración que reconstruyó Alemania recordando que esos brazos de trabajadores pertenecían a personas, independientemente del lugar donde hubieran nacido.
Las nieves del Kilimanjaro es una película de esas que te dejan sin palabras. Está construida con imágenes sencillas que evocan los sentimientos que están más al fondo, los que pocas veces se verbalizan. Me impresiona porque está construida con dignidad, sobre principios básicos de fraternidad, esos mismos que tratan de desterrar los dirigentes de nuestras modernas sociedades y el propio concepto burgués de clase media en la que todos creemos estar encuadrados. Cuando arranca, la primera impresión que se tiene es la de estar ante una película social que va a poner el dedo en un gran conflicto colectivo de despidos colectivos y de personas con edades en las que saben que difícilmente van a poder encontrar otro trabajo. Con la tragedia servida Robert Guédiguian lo pone todo patas arriba: enfrentarnos a un drama personal en el que podemos elegir el camino fácil -el que cumple el expediente, el que la sociedad considera normal- o el de la coherencia más allá de los límites -el que no traiciona nuestras ideas con los hechos aunque nos llamen tontos-. No es una decisión fácil, lo habitual es dejarse caer por la pendiente en lugar de gastar fuerzas escalando.
Las nieves del Kilimanjaro nos habla entonces del sentimiento de clase, hoy tan denostado, y nos explica de qué forma nos construye como personas. En los mejores momentos y en los peores. Pero también nos avisa de lo fácil que resulta desviarse y lo difícil de mantener nuestros principios de solidaridad, que el bien común, a menudo, tira por la borda cuando lo particularizamos para uno mismo. En esos casos entran en juego demasiadas cosas, nuestro propio egoísmo, el beneficio, la costumbre, el entorno, una relajación y una nueva interpretación sobre los principios. Nos acogemos a eso de que «la teoría es muy bonita, pero en la práctica eso no se puede hacer así» y de esa forma caemos en la trampa. A veces el razonamiento es tan retorcido que pensamos que estamos haciendo lo correcto. La pareja protagonista es honrada, no quieren privilegios, asumen las decisiones políticas que toman, creen en la justicia y en la clase obrera. Nunca harían mal a un semejante, sino que le ayudarían en lo que pudiera. Pero eso no les libra de tener que pasar la prueba del algodón.
Cartel de la película Las nieves del Kilimanjaro
¿Cuándo nos convertimos en burgueses? Como a los protagonistas, a mí también me sobrecoge esa interrogación. ¿Es pecado acomodarse y buscar una vida más fácil? La ley es más generosa que nuestra propia ética, y los mecanismos que utiliza para defender a los ciudadanos terminan convirtiéndose en medidas con las que aprisionar a otros por nuestra «seguridad». Son los hechos los que mandan ante las causas, así se despoja a la historia de su esencia y se queda sin atenuantes. Nuestra sociedad ha perdido su sensibilidad hacia las circunstancias y se ha olvidado de los pocos caminos que les quedan a los desfavorecidos del sistema. ¿De quién es la culpa?, ¿a quién le corresponde la solución? A veces deberíamos preguntarnos a nosotros mismos, escuchar nuestra voz y ver qué pudimos haber hecho para que la cosa fuera diferente. No estamos libres de culpa, no estamos exentos de participar en la solución. Levantar la voz y no haberse dejado someter, vivir con dignidad, anteponer la fraternidad, son cosas que pudimos hacer por nosotros mismos, sin los demás, siendo ejemplo. Es nuestra obligación enfrentarnos a nuestras contradicciones y los dilemas morales, pensar y escuchar las respuestas que van saliendo de dentro porque serán las más justas. La honestidad es no traicionarse nunca a sí mismo y juzgar a los demás como queremos que lo hagan con nosotros.
La película también habla de un miedo que crece en nuestras sociedades, donde la posesión de bienes se ha convertido en el derecho fundamental y la obligación primera de todo Estado no es otra que la defensa de la propiedad privada. Ese miedo de que te arrebaten lo que consideras tuyo se plasma en la película con las miradas, los silencios, las frases hechas y en un retraimiento que es un paso atrás. La cabeza se embota, hace lo que parece lógico sin detenerse a pensar. Sin embargo, ninguno de los dos protagonistas están conformes, su defensa tiene víctimas de las que lo más natural resulta desentenderse. Pero ninguno de ellos puede evitar ayudar. Su humanidad, su compromiso con el otro gana siempre. El camino difícil es el bueno, aunque se sacrifiquen tomándolo.
Para los protagonistas, el Kilimanjaro es una utopía que han construido, un lugar de paz donde acudir en la vejez y la forma de plasmar los sueños que tuvieron cuando empezaban como pareja, cuando bailaban el tema de Pascal Danel con ese título y tenían todo un futuro de esperanza por delante. A veces la realidad nos hace aplazar las utopías, dejarlas donde estaban, en esa placidez inmaterial de los sueños, un alimento espiritual que no siempre tiene porque cumplirse. La realidad, sin embargo, nos llama cada día a remangarnos para que las cosas cambien. Nuestra utopía no se altera, allí queda como meta y anhelo, pero la conciencia de clase nos exige que sigamos construyendo el mundo que queremos y que lo hagamos para que los demás también tengan cabida, sin miramientos. Si alcanzamos nuestra propia utopía, tampoco tenemos permiso para detenernos, debemos trabajar para ayudar a construir la de todos. Sin excusas, sin desfallecer.
Cartel de la película Almanya: bienvenido a Alemania
Si se presta atención al cartel de
Almanya: bienvenido a Alemania se percibe que las dos fotografías que se utilizan en él nos muestran familias reunidas y felices. Si se repasa el resto de material promocional de la película, se observa que incluso en las más serias se encuentra la mueca de alguna sonrisa en alguien que posa risueño para ese instante. El tiempo acaba siendo un tamiz que da tonos sepias a los recuerdos, endulzándolos y borrando de la foto aquello que nos dolió pero que hoy pensamos que no fue para tanto porque no llegó a matarnos. Lo dulce sobrevive, lo amargo se termina endulcorando sin querer para que les sepa mejor a las personas que queremos. En realidad toda la película ha sido rodada y montada con amabilidad hacia el espectador para que éste pueda viajar con facilidad al pasado y al presente de dos países, uno poderoso y el otro hambriento, señalados como dos polos que aún siguen manteniendo las mismas distancias. Es el espectador el que deberá sacar sus propias conclusiones.
Las historias que la película cuenta siguen el rastro de una familia turca que emigró a Alemania y de las dos siguiente generaciones cuyos lazos con Turquía van desapareciendo fagocitados por su vida cotidiana y occidental. La directora alemana de origen turco, Yasemin Samdereli, nos habla desde el presente de una historia sobre los hombres y mujeres que acudieron en los sesenta a la llamada del gobierno alemán, necesitado de una mano de obra barata inmigrante para potenciar el auge industrial de los años de su milagro económico. Nos lo cuenta como nieta de aquellos que llegaron desde Turquía. No fueron los primeros, tras la Segunda Guerra Mundial, varias empresas alemanas empezaron a solicitar al gobierno que permitiera la llegada de trabajadores extranjeros, ya que con su población no cubría todos los puestos necesarios. El gobierno comienza una política de
Gastarbeiter (trabajadores huéspedes o invitados) que a mediados de los cincuenta trajo obreros italianos a las fábricas alemanas a través de acuerdos entre los dos países. A éstos les siguieron españoles y griegos. En 1961, Alemania y Turquía firman un tratado para permitir la llegada de mano de obra procedente de Turquía. En una docena de años, más de dos millones seiscientos mil turcos solicitaron un trabajo en Alemania y se sometieron a los exámenes de aptitud profesional, salud, forma física, lectura y escritura que les permitieron incorporarse al mercado laboral alemán; la mayoría se asentó en el valle del Ruhr. Después llegó el reagrupamiento familiar, la bodas y las nuevas generaciones que fueron naciendo. Ya van por la cuarta. Pero no es de esto, de lo político, de lo que habla
Almanya: bienvenido a Alemania, sino de una familia concreta, una que se parece a cualquier otra que partió de aquello para crear una nueva identidad lejos de su país, una decisión tomada por una pareja pero que también afectaba a sus descendientes.
La historia se puede explicar con la frase de Max Frisch: «pedimos trabajadores, vinieron personas». Desde ahí, desde un punto de vista humano que potencia lo personal y muestra lo positivo de la experiencia, aborda la historia Yasemin Samdereli. Para ello se apoya en sus anécdotas cercanas y familiares que le sirven para narrar la aventura de una forma amable. El humor se asienta en la visión diferente marcada por la distancia que imponen un cultura distinta y unas costumbres alejadas que chocan con las conocidas y que hacen poner etiquetas de raro a lo que se terminará asumiendo como habitual. Lo humorístico también surge de las escenas retrospectivas del pasado al reinterpretarse impregnadas por el presente. Esa forma de contar, un poco exagerada y llena de humor, es una de las mayores virtudes de la película. Su estilo lleva al espectador con delicadeza, para, con pequeñas pinceladas, hacer que se enfrente a lo dramático que se muestra al fondo, aquello sobre lo que podíamos pensar que se ha pasado de puntillas, pero que impregna toda la película. Esas sombras nos hablan de una extraña sensación de no ser de ningún sitio que se van formando los emigrantes y sobre todo sus siguientes generaciones. Toda integración supone un cierto desarraigo, una renuncia, una pérdida de identidad y una distancia difícil de salvar entre lo propio y lo adquirido. La inmersión lingüística, que bien podría interpretarse como el fin de los problemas de comunicación, también juega a la contra a la hora de mantener la costumbres del país de origen.
Si algo ataca la película con saña son esas sociedades multiculturales que se van uniformando, haciendo que la variedad desaparezca o se transforme en monotonía porque a muchos les da miedo lo diferente. Aplaude la mezcla, el intercambio y la tolerancia. Es el respeto el valor que potencia para que el trato sea de igual a igual entre todos, sin diferencias, pues aquellos emigrantes vinieron a ganarse la vida honradamente y prosperar a la vez que los locales, con un esfuerzo realizado por todos: alemanes, italianos, españoles, griegos, turcos…