Borja Cobeaga, director de No controles, define el largometraje como «la jungla de cristal del amor»
Cartel de la película No controles
Todos decían que Cobeaga se la jugaba con la nueva película que realizase. Es cierto que existen muchos motivos de tranquilidad: que sus cortometrajes habían circulado de boca en boca, que Pagafantas se convirtió en un éxito de público y crítica… Pero en esto del humor y la comedia hay quien sigue pensando que acertar es pura casualidad. Así que unos y otros esperaban el estreno. Y Cobeaga ganó. Ha vuelto a desarrollar una estupenda comedia donde se escuchan las risas y carcajadas del público de la sala. No sé si el director ha descubierto el secreto milenario de la risa y lo va a seguir explotando, pero seguro que se acabaran las especulaciones. Que Borja Cobeaga y Diego San José se junten para preparar un guión garantiza el buen humor. Son una pareja de escritores compenetrada y talentosa que no se pierden por las ramas. Acidez y verborrea desde donde mirar la realidad.
El acierto de No controles no es fruto del azar, sino del trabajo, del reparto y de que todo el mundo se lo pasa bien en el rodaje. Actores y actrices consiguen ese buen rollo y la diversión se transmite desde el otro lado de la pantalla y se contagia. Asistimos perplejos a una «jungla de cristal del amor», a un salvar el mundo que no es otra cosa que anteponer los sentimientos, que entender la materia de la que estamos hechos.
Mariví Bilbao, Unax Ugalde, Alexandra Jiménez y Ramón Barea en una escena de la película No controles
Nos reímos de lo cotidiano, de lo que les pasa a otros pero que nos podía haber ocurrido a nosotros, de aquello con lo que nos identificamos a diario. Son pequeños tics que tenemos controlados, porque sabemos que si los dejamos crecer y convertirse en exagerados nos transformarán en seres patéticos, como los que pueblan el submundo de las películas de Cobeaga. El mecanismo es sencillo, dejar funcionar ese gesto característico que escapa de nuestro control, exagerarlo, pero sin perder ese poso de nosotros mismos, esa humanidad que convierte lo ridículo en tierno, lo que hace que queramos que ganen los buenos.
Y detrás hay un transfondo de soledades, de vacíos que queremos llenar. De asunciones de una realidad contra la que hay que enfrentarse a diario. Esos molinos que nunca son imaginarios, pero que con gigantes invencibles, o enanos morales si queremos, entran mejor.
Todo ocurre en una Nochevieja, cuando por adversidades meteorológicas se suspenden los vuelos de un aeropuerto. El mundo, lo real, se para de golpe, para darnos una oportunidad, pues todo va a ser excepcional, como fuera de un guión, donde podremos o no enmendar los errores.
Lo vasco, como superación, con un tratamiento cómico del que también es posible reírse, es otra de las características del cine de Cobeaga. Se ríe de sí mismo, de lo que representa. Dice el director, y no sé si es como broma pues visto lo visto le veo muy capaz, que ya prepara su siguiente película y que será una comedia sobre el conflicto vasco. Algo muy complicado en palabras de su director, pero que tendrá detalles hilarantes que no desveló.
La risa no perdura, ni siquiera los chistes que una vez nos gustaron nos harán en otra siquiera sonreír. Así que no pierdan la oportunidad; vayan al cine, y ríanse.
A modo de pequeño anecdotario: La película transcurre en una fría noche de invierno, con una gran nevada, capas de hielo... Bueno, pues la realidad es que estas localizaciones se rodaron en pleno mes de julio y con calor en Bilbao y Madrid. Cuenta Cobeaga que tenían 40 grados centígrados con abrigo y que por solidaridad con los actores, el primer día hasta el director se llegó a poner una bufanda que terminó quitándose a los cinco minutos. Al día siguiente se compró unas bermudas.
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