Una visión muy moderna y empresarial del mundo romano y de la invasión sobre el pueblo de los pictos
Cartel de la película Centurión
Quinto Dias (Michael Fassbender), suena a chiste verdad, es el romano protagonista: el centurión que rescata a los supervivientes y quiere conducirles de vuelta a casa, como hemos visto hacer a al Mayor Alan «Dutch» Schaeffer en Depredador, a John Rambo en su saga, a la teniente Ripley en Alien o incluso a John Wayne en más de un western. Nada nuevo bajo el sol, en este caso bajo la fría nieve de las Tierras Altas de Escocia.
La violencia es la única razón de ser de Centurión, el tiempo está medido entre cada escena de acción, se respira la muerte a cada toma, la sangre que riega las imágenes no se ha escatimado lo más mínimo, la virilidad, incluida la de las mujeres, lo domina todo, pues es la fuerza y la destreza la que otorga el triunfo. Y el que no puede ganar mejor muerto. Así, con crueldad ejemplarizante tenemos la escabechina servida.
Michael Fassbender y Liam Cunningham en una escena de la película Centurión
Tal vez haya símiles con la realidad de nuestros días, pongamos por ejemplo Afganistán o Irak, donde sigue habiendo una guerra, por mucho que se trate de camuflar. No puede haber por tanto la misma dignidad en ambos bandos porque no es lo mismo invadir que ser invadido, o sino que nos lo pregunten a los españoles cuando allá por el 1808 nos visitaron las tropas francesas. Sí, lo llamamos la Guerra de la independencia española y nadie cuestiona que los franceses estuvieran más adelantados y con su invasión nos hubieran traído mayor progreso. Ni aún así, ni siquiera por nuestro bien, nos dejamos invadir.
Los conceptos en la película se han aproximado a la mentalidad de nuestros días, así no resulta difícil comparar a los romanos con un equipo de trabajo que va a realizar un desarrollo informático para un cliente de hoy. Centurión es una fiesta de mensajes lanzados por mandos intermedios que quieren transmitir la necesidad de formar grupo («juntos podemos», «si nos separamos no podremos sobrevivir»...), conseguir la máxima productividad, descubrir las virtudes individuales de cada persona para encauzarlas dentro del equipo, sobreponer la misión a cualquier otra cosa en sus vidas porque la empresa que nos paga (nuestra patria) es lo único verdaderamente importante.
Como era de esperar los rudos romanos hablan con naturalidad un inglés perfecto en toda la película, mientras que los pictos sí que se expresan en su lengua original, un idioma rápido, fuerte y muy gutural, aunque, para no hacerse pesado y que el espectador no sufra teniendo que leer muchos subtítulos, los líderes se dirigen a los romanos en inglés.
El colmo de la película es la pendiente por la que se desliza hacia la ñoñería sin fin cuando quiere hablar de amor. No habría un guión perfecto si además de sangre y acción no encontráramos a una mujer dulce y maternal de quien enamorar al protagonista. Así ocurre con la hechicera. Su presencia y la relación con Quinto se hace inexplicable para un romano de la época. Es sin duda otra licencia poética traída para una fácil comprensión en nuestros días, para hablar tal vez de apátridas, de expulsados, de los que por su conciencia y pureza de valores no pueden vivir dentro de las sociedades actuales tan corrompidas.
Destaca la interpretación de Olga Kurylenko en su papel de Etain, no habla, le cortaron la lengua de pequeña y debe moverse sobre el filo de la navaja en ambos lados. Todo tiene que decirlo con su mirada, describir su inteligencia, mostrar su instinto, destacar su fiereza. También señalar el papel de Dominic West como el general Virilus, un héroe militar lleno de hombría, sacrificio y valor, al que toda su tropa respeta por sus méritos y que es capaz de comportarse como cualquiera de sus soldados, algo que le hace ser uno más del grupo.
A modo de pequeño anecdotario: He elegido una pequeña anécdota de rodaje: cuenta la productora que rodando en la ribera de un río nevado de las Tierras Altas de Escocia, en lo más crudo de una intensa ola de frío, unas ateridas tropas se reúnen para presenciar la decapitación de un soldado romano, que huye de un sanguinario grupo de guerreros en plenas montañas caledónicas. Los caballos rodean a la víctima y un jinete descabalga armado con una intrincada daga cuando, en ese preciso instante, el timbre de un teléfono móvil resuena en las Tierras Altas. El culpable, teléfono en mano, va vestido con una armadura romana, salpicada de sangre y con desperfectos causados por batallas anteriores, con una flecha profundamente clavada entre los omóplatos. Se deshace en disculpas, mientras las cámaras se ven obligadas a parar de rodar. «Perdonadme todos», exclama, claramente avergonzado.
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