Ilustración: Adrián Palmas
- De las guerras –respondí y como vi que dudaba añadí los nombres de las más actuales, las que su dolor aún está reciente en nuestras retinas– Gaza, Ucrania…
- Pues ya sabes, cógete un avión.
Su contestación me pilló por sorpresa, sin saber por dónde debía continuar y con la desagradable sensación de haberme quedado desarmado. En realidad había dado con el quid de la cuestión: ¿Qué se yo de guerras que todas las he visto sentado en mi sofá? Podría defenderme contando que he leído mucho sobre el tema, que he escuchado a varios reporteros y reporteras que han trabajado en lugares de conflicto contar sus experiencias y analizar con su conocimiento las raíces que empujaron a esa determinada guerra, que me he informado lo mejor que he podido, que he visto una cantidad ingente de imágenes por la televisión e incluso algunas películas y documentales que nos muestran otras guerras. Podría terminar diciendo que todas las guerras son iguales y que por tanto puedo ser una voz autorizada para hablar del asunto. Pero me callé porque me di cuenta que lo que podía construir era una opinión, pero que carezco de verdadera capacidad informativa. Informar es lo que mi amiga me pedía: ver la realidad y contarla de primera mano. Lo demás no va más allá de conjeturar. No es que diga que esté mal tener opinión y expresarla, pero cuando falta la vivencia, hablamos de otra cosa.
Puse en cuarentena todos mis argumentos. Busqué el punto desde el que abordar el asunto. Di muchas vueltas alrededor. Me pregunté si los medios de comunicación nos informan bien de estos conflictos y si nuestro gobierno tiene interés real en que estemos bien informados. Pensé que lo justo, a menudo, se queda en un segundo plano, detrás de la conveniencia, de lo estratégico, de nuestras amistades. Los políticos que ejercen el poder se vanaglorian de ser buenos amigos de los yanquis y asumir su óptica mundial perjudica sobremanera cualquier imparcialidad en política exterior. Los grandes medios españoles tienen lo suyo también, controlados desde su propiedad por unos intereses económicos y políticos que piensan con exclusividad en su propio beneficio. Difícil panorama para entender y saber.
Contar una guerra exige dinero, tiempo, valor y mucho trabajo de periodistas. Y cada vez hay menos de todo eso. Las imágenes llegan a las televisiones desde agencias internacionales, los comentarios llegan desde la zona segura más allá de la frontera y las explicaciones a menudos son sesgadas y orientadas, incluso, con frecuencia, se infantilizan simplificando en una parte buena con la que ir y otra mala contra la que lanzar nuestra ira. Vemos edificios derruidos, niños que portan subfusiles, hospitales donde ver los estragos de una guerra, víctimas, gritos, horror… Las guerras se han convertido en un espectáculo y ese es el tratamiento que le dan nuestras televisiones. Y la ciudadanía desde el sofá las contempla para olvidarlas con rapidez, indistinguibles unas de otras, lejanas, sin mancharnos. No estará lejos cuando escuchemos con voz de comentarista deportivo:
«El soldado prorruso avanza por el flanco derecho, abandona la trinchera y se lanza directo disparando hacia el enemigo. Un sargento israelí sale del área dispuesto a interceptarle. Le lanza una granada y le derriba en una impactante jugada que termina con una gran explosión. Vemos volar los fragmentos del soldado prorruso. El teniente de los casos azules mira para otro lado, ante los gritos que se escuchan y las protestas internacionales, descuelga su móvil y realiza una llamada al centro de operaciones. Le responden que todo está bien, que el israelí estaba en su derecho de defenderse y que lo ha hecho de forma proporcionada. La guerra sigue, pero un instante, vamos a la publicidad, a escuchar el mensaje de nuestro patrocinador».
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