Nota: Cuando estudiaba en la Facultad de Informática participé en la revista que hacíamos los alumnos y que se llamaba Coleópteros y Otros virus. Colaboré en muchas cosas, incluso en dar vida a algún personaje con el que me atreví a hacer opinión desde otro punto de vista. Ana del Berro fue el último de los seudónimos. El segundo artículo de un personaje nuevo siempre resulta complicado, pues afianza o derrumba el universo que se va describiendo. El artículo que hoy recojo en este blog fue escrito en febrero de 1995 y publicado en el número 20 de dicha revista.
Bohemio
Hace casi tres meses coincidimos en el autobús a León. Estaba muy cambiado, yo también -me dijo-. Nos sentamos juntos y durante las cuatro horas y media de viaje charlamos de vez en cuando. El me contó vaguedades de su vida, anécdotas inútiles para llenar un silencio molesto; pero ni un solo verso. Es así, por pequeños detalles, como nos vamos dando cuenta de dónde se quedó nuestro «amor».
Él, ahora, lleva una americana sobre una camisa de rayas y un pantalón de vestir color verde oscuro. En su cara, perfectamente rasurada, ya no destaca su mirada de miope, pues ahora lleva unas lentillas. Así, a bocajarro, le disparo:
-¿Dónde has dejado tus vaqueros raídos, o tu perilla?
No sabe contestar, se masca las palabras buscando una disculpa. Me toca pues tomar la iniciativa y contar cómo me va la clase de yoga, lo hermoso que es el budismo y, aunque sigo loca por la música de Pink Floid, últimamente escucho mucho Los Protones, es que suenan muy bien con ese ritmillo británico y además PP tiene muy buena voz. Sigo hablando sola un rato y luego decido mirar por la ventana el paisaje de siempre.
Pienso en cómo pasan las horas, los días, las semanas, los meses, los años... y como perdemos las ilusiones. Vamos cambiando, él ya no lleva perilla ni recita versos. Vuelvo lentamente el rostro, le miro a los ojos y disparo, por segunda vez:
-¿Ya no escribes?
Le cuesta decir que no, que ni siquiera cartas. Me va dando pena, así que no sigo disparando. En dos años ha enterrado su juventud y ahora se viste un uniforme de madurez conformista, seguramente aún seguirá votando a los socialistas, pero simplemente por nostalgia. Toda su rebeldía duerme encerrada en un armario, bajo siete llaves, y él sin tiempo para pensar, ni para leer una historia ajena, ni para dejar unas letras impresas en una esquina de un folio, ni para tener una ilusión, ni... Es triste ver cambiar a un muchacho hacia un hombre. Triste.
Seguramente ahora dormirá inquieto por las noches, le apesadumbrará la idea del futuro y ya no buscará posturas o proposiciones nuevas con quien sea ahora su amante. Pero es más triste saber que yo voy por el mismo camino. Él es un espejo en el que miro el pasar de mis años, mi espeso envejecimiento. No hay dolor mayor sinó perder la inocencia de la juventud. Así pues vamos dejando de hablar. Cuando el autobús entra en la estación de León nos vamos despidiendo. Con las maletas en la mano él me dice:
-Llámame alguna tarde y nos tomamos un café.
Cierro los ojos; me llevo la aspirina a la boca, siento en el aire el vaho caliente del café y respiro un suave olor a coñac. Luego abro los ojos.
Ana del Berro