Ayer estuve en el teatro Fígaro viendo la obra «Ay Carmela». Reconozco que se me mezclaron muchas sensaciones a la vez. Por un lado el gusto de ver a dos de mis actores favoritos otra vez sobre un escenario. Por otro recuperar lo que había visto hace años en la película (son mundos distintos que se cortan en algún punto y están construidos con el mismo espíritu). Y finalmente sufrir, absorto en el texto y a la vez sintiéndome un espectador de un teatro durante la guerra, pero sabiendo que se iba a hablar de injusticias, de memoria, de lealtades, de fantasmas y de fusilamientos. El hambre de entonces se muestra en el camino de Carmela (Verónica Forqué) y Paulino (Santiago Ramos) subsistiendo con dificultad como lo que son: dos cómicos de variedades que debe hacer reír a los que están luchando en nuestra guerra. La niebla les ha engañado, y sin darse cuenta han cruzado las líneas para encontrarse en un viejo teatro de Belchite cuando este pueblo ha sido tomado por el bando rebelde. Para probar que los cómicos no tienen ideología se ven obligados a representar una función al gusto «nacional», les va la vida en ello. La vida y la muerte están separadas por una delgada línea. Nuestras decisiones nos pueden llevar de un lado al otro, y en tiempo de guerra, la dignidad y los principios tienen un valor más alto aún, tanto que no nos permite vivir sin nuestra ideas, salvo que decidamos seguir arrastrándonos. Paulino se mueve en ese mundo de soportar lo insoportable, de mudar de piel (o de camisa) para sobrevivir. Carmela no es capaz de quedarse callada ante la injusticia cuando pasa a su lado. Aunque no entiende todo lo que está ocurriendo, no tiene nublada su capacidad de tomar decisiones con el corazón. Su acento andaluz suena precioso en todo momento, en las tristezas y en las alegrías, en la vida y en la muerte. Sobre todo destaca el final, en el que mirándonos a los ojos, Carmela nos pide que no olvidemos. Vuelvo a sentir la piel de gallina recordándolo.
lunes, 29 de enero de 2007
jueves, 25 de enero de 2007
Decisión sobre De Juana
Antes de hablar del caso De Juana Chaos enlazo esta entrada y esta otra. Tanto Manuel Rico como Ignacio Escolar expresan lo que opino de una forma muy clara. Comparto con ellos todos los matices.
Llego tarde a la disputa, pues la Audiencia Nacional ha determinado que De Juan Chaos continúe en la cárcel. Me queda sólo la duda de si toda esta discusión ¿no será solamente un enfrentamiento entre los que creen en la pena de muerte y los que no creemos en ella?
miércoles, 24 de enero de 2007
La suerte
Hoy sólo quería contar que en la calle de Duque de Alba, esa que en Madrid va desde la plaza de Cascorro a la de Tirso de Molina, y de apenas ciento setenta y seis metros de longitud, podemos encontrarnos con tres casetas de la Organización Nacional de Ciegos Españoles (O.N.C.E.). Muchas me parecen para tan corto espacio, aunque también hay que pensar que hay tres bancos (ahora que ya han cerrado el Popular y el BBVA), un cine porno y poco más si descontamos las tiendas al por mayor. Me sigue dando mal rollo esta institución. Estoy seguro que realiza una labor social importantísima, pero no me fío. Cada vez que paso por delante de estas casetas me viene a la cabeza Miguel Durán (ex director general de la O.N.C.E. y ex presidente de Telecinco) y empiezo a mezclar solidaridad con dinero, intereses políticos, beneficios empresariales, lucro, especulación, ambiciones personales, corrupción, participación en medios de comunicación, prebendas, negocios turbios, influencias, maletines, exenciones fiscales, prepotencia, fraude, escándalos financieros, manipulación...
lunes, 22 de enero de 2007
Diálogo
Desde lo del atentado en Barajas quería hablar del diálogo político. Dejo claro que es ETA quién rompió la tregua y sobre quien se debe cargar toda la responsabilidad del atentado.
Desde hace bastante tiempo soy partidario de una solución dialogada, como en cualquier conflicto, ya que cualquier otra vía no dejará de ser un parche temporal. Una negociación consiste en que los participantes lleguen a un acuerdo suficientemente válido para cada una de ellos. Es decir, es a la vez una cesión y una ganancia.
Para la derecha sólo hay un camino, una verdad absoluta, la suya, independientemente de que sea real o construida. Le dijo Mariano Rajoy Brey a José Luis Rodríguez Zapatero la semana pasada que «Si usted no cede le pondrán bombas y si no le ponen bombas es porque ha cedido». No entro en otras roturas de tregua de tiempos pasados, ni hablo de la falta de memoria de la derecha con respecto a lo que dijo entonces. Para eso están las hemerotecas. En realidad, cada día tengo más claro que la derecha no está interesada en que cesen los atentados y las muertes, sólo persigue gobernar a cualquier precio. Manipular y mentir hasta que su amasijo de falsedades, de ambiente prebélico por una rotura de la España única que no existe y del miedo en una sociedad amenazada por un terror fantasma y por falta de una hipotética seguridad, les permita seguir moviendo el dinero público hacia el sector privado para dinamizar la economía de «todos» dentro de sus bolsillos.
No sé cómo debe retomarser todo este desbarajuste para llegar a algún sitio, pero sé que en Irlanda se llegó al entendimiento: hubo atentados, nuevos periodos de tregua, muertos, diálogo, acercamiento de posturas, ganas de acabar con el terrorismo… La pelota la tiene Batasuna en su tejado. Para continuar es necesario que den un nuevo paso, se distancien de la postura de las armas y las bombas y empiecen a tomar las riendas del proceso político imponiéndose a ETA. Después, el gobierno podrá empezar de nuevo con su voluntad de acabar con el terrorismo.
jueves, 18 de enero de 2007
Revolución
Hágase la revolución. Y la revolución se hizo con la sangre de unos pocos de nosotros y con el arrojo de casi todos. Lo cierto es que mi muerte llegó en el primer lance de la primera batalla. No hay mal que por bien no venga, pues me convertí en mártir antes de que lo humano empequeñeciera lo divino. Me señalaban como uno de aquellos que había vencido a la utopía convirtiendo en real todo lo que, hasta entonces, no era alcanzable. «La Historia hablará de él» decían los que utilizaban mi nombre como avanzadilla del coraje deseado en el combate. «Bayoneta en ristre, el primero de todos en enfrentarse al enemigo» continuaban para luego rematar un discurso apasionado sobre lo que nos espera con el triunfo de la revolución. Nuestra rebelión estaba abocada a la derrota desde antes de empezar, pero los principios no nos permitían otra forma de lucha. Derramar nuestra sangre lo considerábamos un precio justo para que nuestros hijos tuviesen una oportunidad futura de alcanzar la victoria, de mirar con la altivez necesaria a nuestros patrones, de conseguir ser lo que no fuimos nosotros. La Historia es un tiempo por llegar bosquejado en otro anterior. Las revoluciones fraguan un poso en nuestras almas que se transmite, al menos, a las dos siguientes generaciones, entregándo ardientes motivos que permitirán avanzar a los que, como yo, nada tienen para conservar.
La mina, en los siete años anteriores, me había llenado de tierra las manos y los ojos, me cegó de ausencias que no puedo compartir, de tiempo imposible de doblegar, de cansancio, de lecturas sin empezar, de justicia huida, de sangre obtenida a golpes, de muertes, desesperanzas... «Así se forja un luchador», me decían en el café del sindicato. Enrabietado constantemente por todo lo pendiente, por los deseos que me llenaban la boca cada vez que hablaba, no les contestaba. Soportaba sus bromas sin la menor seña de contrariedad en mi cara, como un peón comprensivo que admite que su único movimiento es un paso al frente. Me insultaron mil veces mis propios compañeros, me fotografiaron desnudo mientras me duchaba y colgaron la foto en el tablón de la taberna de Galio, la más bulliciosa del pueblo. Las mujeres se reían pícaramente al cruzárseme por la calle. Todo ello por si no fuera suficiente la dureza del trabajo en la profundidad de la montaña. Extraíamos carbón casi sin la ayuda de las máquinas, como si de una cuestión personal entre dios y cada uno de nosotros se tratase. Cada pedazo que arrancábamos era una victoria incontestable. Luego estaban los capataces, los ingenieros y el resto de ralea que nunca veíamos pero que daban las órdenes desde unos despachos lejanos. Un día tras otro nos dejábamos la piel para engrosar unas estadísticas frías que nada tenían que ver con nosotros.
Aquella noche, durante el saneamiento de galerías, se produjo el derrumbe. Las operaciones de rescate comenzaron instantáneamente. A mí me sacaron a las dos horas. A Tomás, mi único amigo dentro de aquel mundo subterráneo, a los tres días; afortunadamente la ventilación resultó suficiente. Cuando encontraron a mi padre ya era tarde. Recuerdo la boca de la mina, al patrón y a la Guardia civil rodeándole para protegerle de los mineros. Recuerdo el chirrido de la jaula al llegar a la superficie. Recuerdo a Manuel y Dimas sujetando el cuerpo muerto de mi padre. Recuerdo a Toño tocándome el hombro para darme su pésame. Recuerdo la huelga y el encierro que vinieron después. El hambre nos mordía el estómago mientras el patrón hacía números para ver cuánto podría aguantar y hasta dónde estaba dispuesto a hacernos pagar el atrevimiento una vez que todo esto se terminase. El comercio, solidario con la economía que les permite subsistir, cerró sus puertas y una especie de silencio, como de luto, se fue impregnando en todo el pueblo. Hollín que cubrió las calles y las plazas, sobre los tejados, en las hojas de los árboles… Tras el primer mes las fuerzas empezaron a flaquear y las consignas se nos cayeron de los labios para descansar con nuestra fatiga. No hubo cambios y comenzaron las primeras voces que cuestionaban el futuro de la decisión. Toño los calmó a todos, con la tranquilidad que trasmitía el líder sobrio que era. Cada uno de nosotros pensó que se guardaba un as bajo la manga del oscuro tabardo con el que se protegía del frío. No fue así, él sabía que la única vía era seguir resistiendo, sin ceder un centímetro, con el orgullo intacto, heridos por la cólera de lo razón negada. Aguantamos otro mes hasta que un día, de la noche a la mañana, nuestros representantes sindicales nos anunciaron que se había acabado la huelga, que habíamos ganado. La victoria consistió en unas pocas pesetas más en el sobre de cada mes e idénticas condiciones laborales sin una mínima mejora relacionada con la seguridad. Tan desprotegidos como siempre volvimos a bajar al infierno para seguir enriqueciendo a los dueños de los sistemas de producción por un mísero jornal, para continuar nuestra cansina senda llena de funerales que periódicamente seguirán ocurriendo, unas veces por accidentes, otras por enfermedades.
Han pasado los años sin que se haya sentido el menor avance. Las casas se han ido quedando vacías mientras el aliento de la vida huye por la carretera principal hacia la capital. La taberna de Galio permanece abierta como una fotografía anclada en el tiempo que se niega a evolucionar, pero las sillas y mesas se encuentran tan desvencijadas que para tomarnos la cerveza lo hacemos acodados en la barra. No discutimos pues el conformismo, o al menos la idea de que la utopía no es posible en esta tierra, se ha apoderado de cada uno. En la pared un cartel de otros tiempos se va despegando día a día, dejando a la vista una marca de humedad en la pared. A nadie importa. El resto del pueblo ha seguido el mismo ritmo cansino del tiempo, envejeciendo al unísono. No se escuchan niños jugando en las calles. Las únicas novedades que se pregonan son los entierros de los que nos van dejando. En otoño, el viento que tira las hojas cruza el pueblo arremolinando toda la suciedad que va encontrando a su paso. En su bufido se escucha lo que las bocas no dicen. El tiempo que pasa nos hunde al acentuar la miseria de un año para otro.
Al final de una cerveza de tantas, Toño me pasa su brazo sobre mi hombro –como aquella otra vez- para decirme: «Tú eres joven todavía. Si quieres un futuro mejor debes luchar por él». Después me habla de otros compañeros del sindicato y de unos políticos que pronto se levantarán en armas contra la derecha que nos oprime y ahoga. Me dice que la revolución del proletariado está en marcha. Me señala dónde apuntarme y me desea toda la suerte del mundo. Me quedo rumiando la idea mientras pido una nueva cerveza en la que mojar mi angustia. Nada tengo que perder que no sea mi vida, y la verdad es que apenas tiene ya valor si esto no mejora. Apuntarme y esperar, mi siguiente acción. Esperar a que me avisen.
Sonó mi puerta aquella mañana para albergar en mi casa una reunión clandestina. Todo se aceleró de golpe. Un fusil cayó en mis manos y la instrucción precisa de unirme a otros compañeros bajo los robles de la entrada al pueblo. No hubo muchas órdenes: tomar el ayuntamiento y leer nuestro manifiesto. Hacer algo más de ruido y confiar en que otros lugares, otras minas, otras fábricas, siguieran nuestro ejemplo empujados por sus dirigentes obreros. No esperábamos que la Guardia civil estuviera sobre aviso y nos saliera al encuentro en la orilla del río. Cruzamos andanadas de disparos de un lado a otro. Calé mi bayoneta y en un impulso me levante arremetiendo contra ellos. No llegué a sentir el impacto que acabó con mi vida. Un instante que me privó del futuro de mi esperanza.
Desde mi tumba veo que la alegría ha vuelto al pueblo, que luce el sol, que suena el río bajando limpio, que los niños no van descalzos a la escuela, que Tomás fuma en el porche de su casa mientras juega con sus nietos, que Dimas ha cambiado el tejado de su casa para que no se le encharque el piso. Miro y sonrío, pues en todo lo que vendrá después está aquello que me hubiera gustado vivir.
Nota: Los cuadros (Litografía, Mancha, Sucesión de indicios y El abrazo) que decoran este relato son obras de Juan Genovés.
lunes, 15 de enero de 2007
Soterrar
Desde hace algún tiempo cada vez que vuelvo en autobús a casa desde León o Asturias tengo la absurda impresión de que Madrid se ha ido alejando. Las tres horas y media que llevaba el viaje desde León antes ya son cuatro sin que tenga que intervenir en ningún momento la mala suerte. Las últimas veces la culpa la ha tenido el faraónico proyecto de Gallardón con el que pretende soterrar la M-30. Cortarla ya hace tiempo que la cortó, pero alternativa propuesta ninguna. A hacer kilómetros, a encontrar nuevos atascos, a perder el tiempo… que obras son votos.
Por cierto, volvía a esa hora en que atardece y que los cielos de Castilla se llenan de unos tonos naranjas preciosos. Esto sucedía al pasar por Benavente, pero no tomé ninguna fotografía, pues era imposible sacar el cielo sin una maraña de cables de alta tensión que estropean el paisaje. Tal vez alguien ya tenga en mente soterrarlo y haya pensado en la alternativa para que el impacto sea el menor posible. O tal vez no, quizá no todos los votos valen lo mismo.
jueves, 11 de enero de 2007
Jiménez Losantos
Plastificar a Federico Jiménez Losantos es plastificar la mentira, la manipulación y la amenaza. Baste escuchar su «advertencia» a los ecuatorianos que viven en España y a quienes se permite explicarles nuestra ideosincrasia política que ellos, claro está, «desconocen». Podría decirse mucho más del tema, pero ya se ha encargado con su habitual maestría Manuel Rico en ésta entrada de su bitácora.
{}Actualización del 25-01-2007: Casualmente he encontrado este web con las mejores frases del plastificado.
lunes, 8 de enero de 2007
El triunfo
«El triunfo» se presentó en el festival de Málaga del 2006 y se estrenó comercialmente el 28 de abril. No duró mucho en las salas, ya sabemos que el cine español lo tiene difícil, así que me tuve que quedar con las ganas de verla en pantalla grande en su momento. Gracias a lo poco visible que se pone la televisión en tiempos vacacionales, y a que el videoclub de mi barrio es de lo más variado que se puede encontrar, he podido verla recientemente. Es una película bien contada de una directora –Mireia Ros- con oficio en la que no sobra una sola escena. Tramada de principio a fin y avanzando con el ritmo preciso para no desvelar todas las cartas hasta el último momento; sin perder un gramo de interés por el camino. Cuenta historias muy duras vividas con toda la crudeza de lo cotidiano, caminando sobre el filo de una navaja, rondando la muerte que está a la vuelta de cualquier esquina de las estrechas calles de nuestro barrio. Nos narra una lucha conocida, la de los suburbios, donde sobrevivir sin ilusiones es imposible, pero tenerlas es más difícil aún. Ilusiones que se quiebran constantemente porque los principios que gobiernan el arrabal son soberanos y no pueden permitirse el lujo de presentar debilidades que se deben pagar con la vida. Y hasta aquí puedo leer, pues las películas se cuentan con sus imágenes, sus diálogos y sus silencios.