Ilustración: Artsenal
Para mi primer bolero estoy pensando en hablar de un pobre hombre con una vida pobre; tan necesitado estaba que todo el dinero el mundo se le hacía poco. El agujero de insatisfacción de su corazón no se llenaba nunca. Vamos, la historia de un infeliz, de alguien como Rato, que cuánto más robaba más triste estaba. No hablo de escribir una especie de narco-corrido que engrandezca su figura de ladrón, sino de contar la historia personal de su fracaso, la angustia que le viene, su corazón roto.
Intento canturrear la primera estrofa y se me cae al suelo sin remedio recordando su sonrisa cínica. Mal intento.
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Llevo dos horas emborronando papeles y me doy cuenta de que no encuentro la menor hebra épica de la que tirar. Es verle tocando la campana en Wall Street y ponerme a llorar. Le miro y no encuentro otra cosa que al clasista que es, subido en su pedestal, por encima de los demás, importándole un bledo cada uno de nosotros, los pobres mortales. Él tiene apellidos y se siente inmune bajo ese sombrero panamá, trajinando con maletines llenos de dinero en paraísos fiscales. Se ríe de nosotros a carcajadas.
Rato es un hombre malo, avaricioso, egoísta e inhumano que no merece la menor compasión. Así que me da por probar con un tango canalla, pero tampoco encuentro la historia del perdedor con la que sentirme identificado. Es un estafador que no tiene ni escrúpulos ni honor y esos sinvergüenzas no sirven para protagonizar un tango.
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Tres horas más y lo mismo. Yo no puede escribir esa canción. Ahora sé que podría pasarme el resto de mi vida intentándolo sin el menor éxito.
«¿Por qué nos robaste?» le pregunta un hombre mayor a Rato cuando sale de los juzgados. No hay respuesta. Ese mismo silencio cobarde y deshonesto es quizá lo que mejor le describe. Ese silencio cobarde y deshonesto nunca podrán ser los versos de una canción.