Ilustración: Jorge Alaminos
Pero lo pienso un poco más, recuerdo también el titular de la semana pasada, y el de la anterior y otro más… Me doy cuenta de que el tiempo pasa y la Iglesia no termina de decidirse a comenzar a aplicar esos cambios prometidos, que todo se queda en un enunciado voluntarioso y que nada se ha movido. Me molesta ese «marketing» que llamo de «decir sin hacer» que se gasta el papa Francisco porque es como el de un mar manso, encerrado en una botella.
De mis amistades aprecio las conversaciones que mantenemos, ese buscar un punto impreciso donde no cabe el equilibrio de las medias tintas. Reconozco que jugamos con la misma violencia del mar, a arriesgar el tipo y a llevarnos por delante a los demás con nuestras historias. Mirando a los ojos al retrato del Papa no pude evitar recordar una de esas conversaciones. Me confesó una de mis amigas que cuando era una niña, en su pueblo, había un cura muy bueno, tanto que pensaba que quizá era el mejor del mundo. Contaba que se preocupaba por los demás, que lo que ahorraba en calefacción, pasando frío por su cuenta, lo usaba para ayudar a las familias que lo necesitaban. Me explicaba que se preocupó de los jóvenes para que se educaran y fueran inquietos, que no dieran nada por sentado y metieran siempre los dedos dentro de las llagas.
Me decía que aquel fue un cura que practicó con el ejemplo. Mi amiga se alegraba por su suerte, pero en el fondo sentía una cierta tristeza. Contaba ella que de niña pensaba que la bondad era el mayor mérito de una persona y suponía que la Iglesia se regía por los mismos principios que predicaba. Creía entonces que el mundo funcionaba correctamente, que a cada cual se le medía siempre por sus méritos y llegaba tan arriba como sus capacidades le permitían. Así que estaba segura de que cuando creciera no iban a poder contar con el cura, pues en pocos años ya no estaría en la parroquia porque se lo habrían llevado a Roma, a ocupar el lugar que le correspondía, el de Papa.
Lo cierto es que no ocurrió nada de aquello. Aquel hombre se murió diez años después siendo el párroco de la misma iglesia, sin haber subido un solo peldaño más en el escalafón eclesiástico. La niña creció y se topó con la realidad descubriendo que la meritocracia, por mucho sentido común que la sustente, no es algo que se aplique con frecuencia.
El mérito y la bondad no sirven para dirigir la Iglesia. Pero los tiempos están cambiando, ahora que se habla de transparencia, seguro que estarán pensando en un nuevo mecanismo para poner en práctica y acercar la forma de gobernar su institución a la ciudadanía. Será un procedimiento que la ventile y traiga aires de democracia a su seno. No sé, a lo mejor ya están ellos dándole vueltas a unas primarias abiertas.