viernes, 29 de agosto de 2014

El más bondadoso, el mejor


Ilustración: Jorge Alaminos
Ilustración: Jorge Alaminos
No hay nada que eche más de menos que el mar enfurecido visto desde una barandilla del paseo, su golpear inquieto sin pautas establecidas, rompiendo contra un acantilado, usando toda su fuerza. Del mar me gusta su sonido, sobre todo en esos días en los que más ruge. Ahora que el que miro es un mar calmado, sin ninguna bravura, me da tiempo a releer la prensa y a ver una foto del Papa Francisco acompañando un titular de los suyos, de los que acostumbra a construir con un mensaje transformador que contagia esperanza. Lo leo y me alegro, como si no fuera solo una intención y ya estuviera todo hecho.

Pero lo pienso un poco más, recuerdo también el titular de la semana pasada, y el de la anterior y otro más… Me doy cuenta de que el tiempo pasa y la Iglesia no termina de decidirse a comenzar a aplicar esos cambios prometidos, que todo se queda en un enunciado voluntarioso y que nada se ha movido. Me molesta ese «marketing» que llamo de «decir sin hacer» que se gasta el papa Francisco porque es como el de un mar manso, encerrado en una botella.

De mis amistades aprecio las conversaciones que mantenemos, ese buscar un punto impreciso donde no cabe el equilibrio de las medias tintas. Reconozco que jugamos con la misma violencia del mar, a arriesgar el tipo y a llevarnos por delante a los demás con nuestras historias. Mirando a los ojos al retrato del Papa no pude evitar recordar una de esas conversaciones. Me confesó una de mis amigas que cuando era una niña, en su pueblo, había un cura muy bueno, tanto que pensaba que quizá era el mejor del mundo. Contaba que se preocupaba por los demás, que lo que ahorraba en calefacción, pasando frío por su cuenta, lo usaba para ayudar a las familias que lo necesitaban. Me explicaba que se preocupó de los jóvenes para que se educaran y fueran inquietos, que no dieran nada por sentado y metieran siempre los dedos dentro de las llagas.

Me decía que aquel fue un cura que practicó con el ejemplo. Mi amiga se alegraba por su suerte, pero en el fondo sentía una cierta tristeza. Contaba ella que de niña pensaba que la bondad era el mayor mérito de una persona y suponía que la Iglesia se regía por los mismos principios que predicaba. Creía entonces que el mundo funcionaba correctamente, que a cada cual se le medía siempre por sus méritos y llegaba tan arriba como sus capacidades le permitían. Así que estaba segura de que cuando creciera no iban a poder contar con el cura, pues en pocos años ya no estaría en la parroquia porque se lo habrían llevado a Roma, a ocupar el lugar que le correspondía, el de Papa.

Lo cierto es que no ocurrió nada de aquello. Aquel hombre se murió diez años después siendo el párroco de la misma iglesia, sin haber subido un solo peldaño más en el escalafón eclesiástico. La niña creció y se topó con la realidad descubriendo que la meritocracia, por mucho sentido común que la sustente, no es algo que se aplique con frecuencia.

El mérito y la bondad no sirven para dirigir la Iglesia. Pero los tiempos están cambiando, ahora que se habla de transparencia, seguro que estarán pensando en un nuevo mecanismo para poner en práctica y acercar la forma de gobernar su institución a la ciudadanía. Será un procedimiento que la ventile y traiga aires de democracia a su seno. No sé, a lo mejor ya están ellos dándole vueltas a unas primarias abiertas.

Revista Gurb

martes, 5 de agosto de 2014

Llega la mitomanía de Cervantes


Ilustración: Artsenal
Ilustración: Artsenal
Ahora que la economía sigue por los suelos y se mantiene nuestro empecinamiento en desarrollar el proceso de transformación que nos llevará a convertirnos exclusivamente en un «país de vacaciones», a una noticia como la de buscar con afán los huesos de Cervantes en un céntrico convento madrileño solo puedo encontrarle una lectura economicista, sobre todo porque en esta aventura ha invertido el dinero de sus ciudadanos el ayuntamiento de Madrid, gobernado por un partido al que todo lo cultural suele darle sarpullido. Pero es que no están los tiempos como para andar comprando nuevas esculturas, ni construyendo edificios simbólicos que alberguen museos. Tampoco llegamos para añadir un nuevo monumento con el que tentar a los visitantes que repiten, esa nueva muesca en un mapa que permita señalar algo que el año anterior no era posible. La realidad se ha hecho ahorrativa, así que toca escudriñar un poquito a ver a qué somos capaces de colgarle un cartel de «visitable» a la vez que situamos una hermosa taquilla delante. Los huesos del autor de El Quijote pueden bien cumplir ese objetivo, ¡quién no ha soñado nunca con mirar la tumba de un escritor universal a ver si por ósmosis le vienen pensamientos profundos o simplemente soltarle un igualitario «no somos nadie, tú aquí muerto y yo en paro»!

Tampoco somos imaginativos en la idea, simplemente copiamos modelos. William Shakespeare está enterrado en la Holy Trinity Church de Stratford-upon-Avon, la misma iglesia en la que fue bautizado. Al menos hace unos años, la entrada era gratuita, pero se aconsejaba una donación de la que se indica expresamente la cantidad en varios avisos. Los números dicen que la villa natal del escritor británico recibe un cuarto de millón de visitantes al año y que su tumba está dentro de los diez mausoleos más visitados del mundo. Shakespeare muerto se ha convertido en un negocio, en eso que ahora se ha dado en nombrar como «marca». Así que no estamos hablando de la historia de la literatura, de nuestro pasado de esplendor, de lo que fuimos y sobre todo de los que construimos con nuestras palabras. Hablamos de pura mitomanía.

Tendremos tazas, camisetas… Nos haremos «selfies» frente a sus restos y sobre todo pasaremos por taquilla. El marketing de la industria literaria también sabrá aprovechar el momento y estará cavilando. No tengo la menor duda de que tendremos nuevas ediciones de sus obras.

Todos ganamos. Pero la fiesta se ha estropeado, la venerable tumba de Cervantes no estará lista para este año porque, cuando se trabaja dentro de un edificio catalogado como Bien de Interés Cultural, los permisos se alargan y los plazos son siempre inciertos. No es más que un retraso, un poco de tiempo ganado para terminar de dar forma a la idea, cerrar un plan de negocio, mejorar la imagen e ir creando las expectativas necesarias y la parafernalia en la que nuestras administraciones públicas participarán para cubrir el cupo de sus presupuestos en cultura.

Yo, sin embargo, soy más de pedir que el dinero público se invierta en cultura viva, de la que me hace pensar, de la que se construye día a día con nuestra realidad para ser el mejor antídoto contra ese pensamiento único que tratan de imbuirnos desde el poder. Quiero que se dé la oportunidad de elegir nuestro futuro, que tengamos opciones más allá de ser los que ponemos las copas en los chiringuitos a los turistas.

Revista Gurb