La biblioteca antes de pintar
Me fui a Galicia con el único objetivo de escribir mi segunda novela. Entonces no conocía mi necesidad de tocar el fondo de mi ánimo, de hundirme un paso más profundo de lo soportable llegando a un punto indeterminado desde el que resurgir después. Pensaba que, como a otros escritores les había ocurrido antes, atravesaba un simple bache creativo, un periodo en blanco en el que no alcanzaba a unir dos palabras ni describir la menor idea en una pequeñísima frase que resultase al menos correcta. Farfullaba entre dientes que conseguiría vencerlo, que una buena noche me levantaría a tomar un zumo y sin querer, entre sorbo y sorbo, sentiría que las musas habían regresado, me sentaría nervioso ante la mesa y otra vez todo sería como en el pasado, cuando hilaba las frases con normalidad; colocando un sujeto, su verbo y el predicado con la mismo precisión que aplica el cirujano en el quirófano. Deduje que solo necesitaba un sitio tranquilo y alejado de mi vida cotidiana, así que miré un mapa en el que señalé un punto de la costa gallega por puro azar. El siguiente paso resultó más sencillo de lo esperado, limitándome a realizar unas pocas llamadas de teléfono para asegurarme un alojamiento en el lugar elegido y un billete de autobús que me acercase al centro de la comarca desde donde tomaría luego un taxi. Con toda la infraestructura solucionada recogí lo previsible -algo de ropa, el poco dinero que me quedaba, mi ordenador portátil-, dos botellas de ginebra del aparador, un par de libros a medio terminar y dejé Madrid en una mañana soleada.
¿Qué dejaba atrás?, me pregunté durante el viaje apoyando mi frente sobre la ventanilla del autobús. Elaboré una pequeña lista: dos buenos amigos con los que últimamente sólo hablaba por teléfono, mi editora a la que en principio no pensaba avisar para de esta forma evitar que me atosigara, un piso envejecido y un montón de artículos que como consumidor insaciable había comprado para garantizarme una felicidad que ya entonces presumía imposible de alcanzar. Nada irremplazable. Sentí por primera vez el peso sarcástico de una vida inútil mientras los kilómetros se iban quedando atrás, así que intenté engañarme con artilugios machadianos de caminos sobre los que no volver a pisar, llenarme la vista de horizontes por alcanzar, de un mar inmenso frente a frente… Tonterías de niño malcriado pensé. Luego me abandoné para pasar nueve horas de vacío, las primeras de esta nueva vida, sin pensar, sin hablar, incapaz de darme una sola respuesta coherente sobre esta absurda situación.